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Libreta primera  Pág. 221 - Obra No. 82
Ensayo en el que prueba que sólo una
persona humano-divina podía redimir al hombre.


Necesidad de la Redención


Todos sabemos que nuestros primeros padres fueron colocados en el paraíso terrenal por Dios nuestro Señor, y colmados de bienes espirituales que, por haber pecado; por haber desobedecido al Creador, perdieron totalmente.  

A la reconquista de estos bienes; o lo que es más aún; a la conquista del cielo a que estaba destinado todo hombre después de esta vida (sin pasar por el trance de la muerte) no podía aspirar Adán, por mucho que llorase o se afanase arrepentido, ni ninguno de sus descendientes.  Y no era posible tal cosa por razón de la gravedad de la falta; que no podía ser mayor, por ser infinitamente excelso el ofendido y limitadamente excelente el ofensor; y aún hay en detrimento de éste el hecho de que, su limitada excelencia la había recibido gratuita y generosamente, de aquel Ser infinitamente excelso a quien ofendió.

Infinitamente grave fue la falta; y al meditar sobre ella veo que...(me atrevo a decirlo) en su gravedad infinita encontró el hombre su reabilitación.  Veamos: no hubiera sido infinitamente grave la falta, ni no hubiera sido limitado el ofensor e infinitamente excelso el ofendido; y por ser Este así, era la excelsa bondad; la excelsa justicia; la excelsa sabiduría; el excelso poder.  Razón por la cual este poder, esta sabiduría, esta justicia, esta bondad, de una manera justa, quiso, supo y pudo redimir al hombre.

¡Cuán insondable grandeza la tuya, Señor!  Lo hiciste como convenía a tu poder, a tu sabiduría, a tu justicia, a tu bondad.  Cual si fuesen cuatro puntos cardinales, estos cuatro atributos tuyos, Redentor mío, los veo cincunscribiendo el amplio e insondable mar del plan amoroso y maravilloso de nuestra Redención; veo también que colocaste al Norte como Polar estrella que te guiase, tu justicia.

Afirmaba el gran Escoto defendiendo en su tiempo lo que hoy es para nosotros dogma de fe: la inmaculada concepción de Maía.  Decía hablando de Dios sobre la concepción: ¿Pudo hacerla inmaculada y era conveniente que la hiciera? Pues la hizo.

Este razonamiento de Escoto va a llevarnos como de la mano a demostrar que nos redimió como lo hizo, porque pudo y porque era conveniente que así nos redimiese.

De que pudo, no lo dudo (y perdonenme el pareado) como no dudo que no lo duden ustedes y todos los que crean en el poder infinito de Dios.  Está, pues, resuelta la primera dificultad de la cuestión; ya que estoy en este caso hablando a hombres y mujeres de fe.  Segunda:  ¿Era conveniente que así lo hiciese?  ¿No lo pudo hacer de otra u otras maneras distintas?  Sí; sin duda alguna que pudo; pero ésta en que lo hizo, fue la manera mejor; y vamos a demostrarlo con la ayuda del propio Dios y del Angel de las Escuelas: Santo Tomás de Aquino.

Concretémonos a demostrar la necesidad de la Encarnación, que es la primera etapa del plan de la Redención; la primera jornada del áspero camino que debía recorrer nuestro Redentor.  

Una cosa puede ser necesaria para un fin, de dos modos; dice el angélico Doctor:  De una manera absoluta, sin la cual el fin no puede lograrse (como es la respiración para vivir) y de una manera relativa, o sea, en la medida en que, por medio de esa cosa, se alcanza mejor y más convenientemente el fin.  Pongamos un ejemplo: el automóvil es mejor que el caballo para viajar por carretera.

No fue necesaria la Encarnación de una manera absoluta, porque, como ya hemos visto, pudo Dios redimirnos de mil maneras distintas.

Por el segundo modo:  sí fue necesario que Dios, el Verbo, se encarnase, porque era la mejor manera de redimirnos.  Vamos a demostrarlo:  Nada mejor que la encarnación del Verbo, primero: para mover al hombre al bien.  Segundo: para remoción del mal; o sea, apartar al hombre del pecado.  

La Encarnación mueve al hombre hacia el bien, por la fe; por la esperanza; por la caridad; por la rectitud en el obrar y por la participación de la naturaleza divina.  Todo esto nos lo va a demostrar San Agustín; esa lumbrera de la Iglesia a quien en este caso, tuvo que recurrir Santo Tomás.

Por la fe: para que el hombre caminara más confiadamente hacia la verdad, el Hijo de Dios, que es la misma verdad, constituyó y fundó la fe. Por la esperanza:  Nada fue tan necesario para levantar nuestra esperanza como el demostrarnos cuánto nos amaba Dios. ¿Qué prueba más manifiesta de su amor, que la de que el Hijo de Dios se dignase tomar nuestra naturaleza? Por la caridad:El
mayor motivo de la venida del Señor es manifestar su caridad en nosotros.  

Por la rectitud en el obrar, en la cual se nos muestra como ejemplo: era conveniente que el hombre siguiese, no a otro hombre a quien podía ver, sino a Dios; pero a Este no le era posible verlo; por eso Dios se hizo hombre: para que el hombre lo pudiese ver y seguir.

Por la participación de la divinidad: Dios se hizo hombre, para que el hombre se hiciese Dios.  La verdadera bienaventuranza, que no es otra cosa que la participación de la divinidad, nos fue dada por la humanidad de Cristo.  

Hasta aquí la promoción del hombre al bien.  Veamos la remoción al mal.

1o. Para que el hombre no venere a Satanás, autor del pecado.  Sobre esto afirma San Agustín.  "Puesto que Dios pudo unirse a la naturaleza humana de tal modo que se hizo una sola persona, no se atrevan aquellos espíritus malignos y soberbios, por el hecho de ser sólo espíritu, a anteponerse al hombre.

2o. Para mostrarnos cuan grande es la dignidad humana, y por lo tanto, no la mancillemos con el pecado:  "Dios nos ha mostrado cuan excelso lugar ocupa la naturaleza humana entre las criaturas, apareciendo entre los hombres como verdadero hombre.

3o. Porque mediante tanta humildad de Dios, como es el tomar nuestra naturaleza, puede reprimirse y sanarse la soberbia del hombre, que es el mayor obstáculo para unirse a Dios.

4o. Para librar al hombre de la servidumbre del pecado. Satán tenía que ser vencido por la justicia del hombre Jesucristo, como así lo hizo Este con su sacrificio en el Calvario.  

La Encarnación del Verbo puede ser considerada bajo otros aspectos: como necesaria para ofrecer una satisfacción suficiente por el pecado; como garantía o certeza del perdón del pecado; etc. etc.

Pero, dejemos a un lado todo esto en orden a la brevedad; sin olvidar jamás que muchas otras grandes ventajas se derivan de esta primera etapa del plan de la Redención, o sea de la Encarnación del Verbo.  Tantas son y tan excelsas, que podemos decir con el Eclesiástico, con respecto a las Sagradas Escrituras: Muchísimas cosas te han sido mostradas sobre el entendimiento de los hombres."

Si estudiáramos la Redención en el aspecto cronológico, veríamos que tuvo lugar en el momento necesario y oportuno. No era conveniente que el Redentor naciese a raíz de la caída de Adán, porque era preciso, entre otras muchas razones, que durante largo tiempo probase el hombre lo amargo del cautiverio del pecado, para que más ardientemente suspirase por el Libertador.  No era tampoco prudente que llegase como Redentor al fin del mundo, por aquello del célebre poeta Ovidio: "tardía medicina nunca cura".

Así pues, la sabiduría infinita supo señalar el tiempo oportuno y conveniente para tan alta empresa; no sin antes grabar en el corazón del hombre, a raíz de su pavorosa caída, la ley natural, que, a manera de luz imprecisa guiase sus pasos; y no sin antes grabar también, mucho después, pero esta vez en piedra, sobre el soberbio Sinaí, la ley moral con que bajó Moisés.  Y porque el hombre con su desorden borró del corazón y de la piedra la santa ley de Dios, preciso fue que Cristo la rubricase, a miles de años de Adán, con su preciosa sangre, sobre el monte Calvario.

Miles de años estuvo el género humano esperando el Mesías. Con cuántas profecías cargadas de doradas promesas está adornado el Antiguo Testamento, y que son, a manera de clarinadas, anunciadoras de la llegada del gran Rey.  Clarinadas del propio Rey, en ansia de despertar los corazones, para que todos le reciban y reconozcan como tal.

He aquí, hermanos, en síntesis, el admirable plan de la Redención.  El hombre debía y no podía por sí sólo satisfacer;  Dios podía y no debía por sí sólo satisfacer.  Claro está que sólo Dios, bondad, sabiduría, justicia y poder iinfinitos, pudo lograr la solución de este problema terrible que sacudió los cielos y la tierra.  Y ¡qué solución más bella, más admirable, más justa y sobre todas estas grandezas y excelsitudes, más amorosa!

De Dios y Señor que es, y sin dejar de serlo, se transforma en hombre y en esclavo para libertarnos del pecado y elevarnos a la excelsa región de la divinidad; y todo ello, porque quiso; por amor; y lo que es más admirable aún: no ya con detrimento de su justicia, sino resplandeciendo ésta en la obra, como su sabiduría, como su poder, como su amor.

Habréis observado que reduje este trabajo a la primera fase de la Redención: La Encarnación.  Así lo hice, no sólo por razón de la brevedad que éste exije y por lo extenso de la materia, sino por considerar oportuno circunscribirlo a tal etapa por estar en Adviento.

Adviento: advenimiento del Señor.  Con qué alegría y bondad se adornan todos los rostros: los de los pobres; los de los ricos; los de los niños; los de los ancianos; los de los dadivosos; los de los cicateros... y aún los más difíciles de alegrar de todos: los de los que no creen.

Alegría; santa alegría que, si en el rostro de muchos es sólo un reflejo de la alegría de otros rostros, en los nuestros tiene que ser canción y alborada que alegre y alumbre los hondones del alma.  Nuestra alegría tiene que ser, no efímera y ligera, de nervios y champaña; sino cristiana, perdurable, consciente; como tiene que ser la del alma que ama a su Dios y se adorna con sus mejores galas para abrazarlo, y recibir en la frente, como premio, el beso de su paz.

José A. del Valle

                         23/12/1952