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Libreta Primera  - Pág. 145 - Obra No. 77  
Ensayo sobre qué hacer para poseer el Reino de Dios en nosotros

Jesucristo Reine en el Indivíduo


Esta frase tal parece una súplica; una sencilla plegaria. No lo es como enunciación de un tema; sí lo es cuando el indivíduo, tomándolo como ideal y como faro orientador de su vida, se propone alcanzarlo.

Cristo reine en el indivíduo: esto, dicho con calor de amor y de fe y traducido y repetido en obras, es igual que decir: ¡ Cristo, reine en mí! Y si tú lo repites también de esta manera; es decir; si pones en un bracero de amor el incienso de tu oración y meces el incensario (símbolo de las obras) será una sola voz la nuestra, y será sin duda alguna la más poderosa oración que podamos formular a Jesucristo, ya que El, Rey de Reyes, no desea otra cosa que reinar en las almas.

Tiene por finalidad este humilde trabajo exponer (como al Señor le plazca iluminarme), qué es el Reino de Dios; qué medios debe emplear el hombre para alcanzar tan rico tesoro, y para no perderlo.

¿Qué es el Reino de Dios? Como toda cosa divina, es un misterio; por tanto, ese "qué", esa incognita que encierra esta pregunta, jamás podremos los humanos despejarla.  

No obstante, sabemos que por la bondad de Dios, por la gracia divina, la Trinidad Santísima desciende a nuestra alma para habitar y reinar en ella. Al decir esto, tal parece que hemos despejado la incógnita y queda diáfanamente expuesto a la luz de la humana razón, al alcance del humano entendimiento, qué es el Reino de Dios.

El Reino de Dios en realidad es eso: la presencia de Dios en el alma; pero algo hay más; y he aquí el misterio insondable: Que el hombre, cuando el Señor lo toma por morada, sin dejar de ser hombre, y en cierto modo que a éste no le es posible comprender, participa de la divina naturaleza. Somos como un pedazo de hierro que, arrojado a la fragua, arde como el fuego sin dejar de ser hierro.

Así pues, sin dejar "este cuerpo de muerte" (que dijera San Pablo) y de una manera que sólo Dios puede saber, la naturaleza divina nos presta, en tanto que nos dure la gracia, su fuego celestial.

Sólo de rodillas debemos admirar tan admirable plan: Dios, para salvarmos, se hace hombre; y aún pareciéndole poco el favor, de hombres que somos, nos transforma en El. Si grande es el misterio, mayor es la bondad de Dios y mayor aún debiera ser nuestra gratitud.  

Dos clases de misterios pueden presentarse a la curiosidad insaciable del hombre: de orden natural, unos; de orden sobrenatural, otros. De los primeros tiene ya el hombre una montaña inmensa descifrados; la de la humana ciencia y el humano saber; montaña de cima tan elevada y fragosa, tan cincundada de luz y resplandores, que tal parece un Sinaí moderno.

Para alcanzar tan elevada cúspide no puede el hombre dejar de poner en ejercicio altas potencias del espíritu: la voluntad; paso inicial y cuerda al mismo tiempo con la cual ha de salvar los abismos de la inquietud y de la duda; la paciencia: símbolo de las botas con que ha de protegerse de los ásperos riscos; la fe: que los que son sabios a medias la ponen sólo en ellos, y los que lo son del todo la ponen sólo en Dios. En fin, una serie de virtudes o potencias espirituales que son como un remedo; como una estampa de aquellas otras que se necesitan para sondear esas linfas profundas, dulces, serenísimas, silenciosas e infinitas de los misterios divinos..

Dije anteriormente que los divinos misterios no le es dable al hombre desentrañarlos; mas,¡Oh, bondad infinita de mi Dios, ante la cual en gratitud me humillo! ¿Qué importa que mi entendimiento no pueda seguir tus huellas y tus planes, si me has dado un alma capaz de amarte, de sentir tu presencia inefable y gozar de la paz de tu Reino?

"Prefiero sentir la compunción a saber su definición"; nos dice en su libro de oro Tomás de Kempis. Tal debe ser nuestra actitud ante este misterio divino del Reino de Dios.

Así como al hombre no le ha sido posible hasta hoy saber qué es la electricidad; cuál es su esencia o naturaleza, pero la canaliza, la utiliza y la maneja a su antojo, así también el Reino de Dios no podía ser jamás conocido en su esencia por el hombre; pero sí podrá éste y puede, porque lo experimentan a diario las almas elegidas, gozar de esa paz inefable; de esos paisajes interiores que son copia y trasunto de los celestiales, y que en las páginas de los grandes místicos (un San Juan de la Cruz, una Santa Teresa) hallaron humana expresión.

También la hallaron en labios de Jesús, cuando Este, en su vida de predicación, quiso explicar y llevar a todas las almas su Reino de amor.

"Semejante es el Reino de los Cielos a un hombre que sembró buena simiente en su campo".

"Semejante es el Reino de los Cielos a la levadura que toma una mujer, y la esconde en tres medidas de harina hasta que todo queda fermentado."

"Semajante es el Reino de los Cielos a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo."

"Semejante es el Reino de los Cielos a una red que echada en la mar allega todo género de peces."

He aquí unas cuantas parábolas de las tantas con que el Maestro quiso enseñarnos cómo es su Reino; y qué debemos hacer para alcanzarlo. ¡Las parábolas del Evangelio! Cuánto enseñan, no sólo por los conceptos que encierran y porque el Espíritu Santo late en ellas, sino porque además son una estampa fiel de Jesucristo.

En Este, Dios, lo más excelso, quedó prisionero de un cuerpo mortal como el nuestro; la parábola guarda y aprisiona también los más ricos tesoros celestiales, en la cáscara débil y frágil de las palabras humanas más llanas y sencillas.

Cuando con la luz de la fe iluminamos las parábolas; cuando, como dice San Pablo, las leemos con aquel espíritu con que fueron escritas; cuando, cual si fuesen hostias sacrosantas (que éstas también simbolizan) las llevamos al fondo de nuestras almas sedientas de lo eterno, una flor, muy rara por desgracia (la humildad) suele aflorar en nosotros. Esta flor, por llevarla nosotros precisamente; por estar expuesta a tantas tempestades como nos azotan, es débil como flor de invernadero; mas, su simiente alienta vida eterna: está en Jesús, que, siendo Dios, la humildad lo hizo hombre; está en las parábolas del Evangelio, que encerrando conceptos divinos descendieron al más llano y sencillo lenguage.

La humildad: He aquí la clave del Reino de Dios; he aquí la piedra angular del edificio de la santidad; he aquí el arma más certera para rendir a Dios.

Nunca digas a nadie cual es tu punto débil, dijo Cervantes; porque por él  te herirán y he aquí hermanos míos, que Dios, para darnos una vez más muestras de su misericordia, nos descubrió su punto débil: la humildad. Esa virtud tan rara en la tierra, por ser divinal y tan divina y tan rara, que si El no nos la hubiese descubierto, practicándola en el pesebre, en su vida oculta, en sus parábolas, en su pasión y muerte y en su vida toda, jamás la hubiéramos podido descubrir.

Cuenta Jorgersen en su famosa obra "Vida de San Francisco", que no sé que místico monje, en uno de sus frecuentes éxtasis, contempló al Serafín humanado de Asís, ocupando el alto trono que perdiera Luzbel por su soberbia. Una vez más queda aquí corroborada la verdad que encierran estas palabras de Cristo: el que se ensalza será humillado; el que se humilla será ensalzado. Si ahondamos un poco más en esta frase de Cristo, descubriremos una grande y terrible verdad: que el peor enemigo del alma es la soberbia.  Veo en estas dos tendencias del alma, en la humildad y en la soberbia, las dos escaleras, la chiquita y la grande, necesarias, según reza la copla, para subir al cielo; para alcanzar el Reino de Dios.

¡Cuántos somos los que ensayamos primero en la grande! Todos, seguramente. Cuántos somos los que de tanto subir por ella, nos abrasamos y deslumbramos al sol de la humana vanagloria, y rodamos a tierra sin remedio, para después de mil caídas y otras mil tal vez, recurrir humildemente, por humillados, a la chiquita.

Pero es que la escalera de la humildad, a pesar de ser tan chica, tiene muchos escalones: son la serie de virtudes que, como flores del cielo, han de adornar al alma y perfumarla para que ésta sea digna de recibir a Dios, y Este no eche de menos, cuando more en ella, la belleza inefable de su gloria.  Ampliando más aún el símil de la escalera chiquita, me imagino como largueros de ésta; como las barras verticales que la elevan al cielo, (y sin las cuales no pueden sustentarse los peldaños de las virtudes) dos actividades del alma: la oración y el sacrificio.  Dos prácticas que de un modo ejemplar y constante nos ensñó el Divino Maestro. Dos prácticas sin las cuales pasamos, sin darnos cuenta de ello, de la escalera chiquita de la humildad a la grande de la soberbia.  "Velad y orad para que no seáis en tentación", nos dijo Cristo.  Si bien es verdad que este "velad" no abarca toda la inmensa gama del sacrificio, es una tonalidad de éste; que estar alerta cuando el opio de las pasiones quiere adormecernos el alma, no es pequeña proeza; y es, por ser sacrificio contínuo, peremne ascensión a los cielos.

"El que quiera reinar con Cristo tiene que padecer con Cristo", dijo Kempis, y lo dijo todo; pues no creo se haya dicho nada más alto sobre la necesidad que tenemos del sacrificio.

En cuanto a la oración, cuyo más perfecto modelo es el Padre Nuestro, ocurre lo mismo: no podemos dejar de practicarla sin que se desmorone el edificio costosísimo de nuestra santificación.  

Todos, al rezar, debemos poner fe y confianza en la oración: pues bien; esa conversación íntima del alma con Dios; ese coloquio entrañable entre el Criador y la criatura, no puede tener más poder que cuando el alma, olvidándose de sí misma, se arroja en los brazos del Dios a quien adora; escucha extasiada el eco de su voz paternal y repite de vez en cuando con voz hecha suspiro: ¡hágase en mí, Señor, tu voluntad!

No son estas, solamente, las virtudes y prácticas o actividades que debe poner el alma en ejercicio para alcanzar y conservar el Reino de Dios.  La escalera chiquita de la humildad necesita, como toda escalera, dos puntos de apoyo; uno para la base, otro para lo alto.  Son estos dos puntos tan imprescindibles por razón de nuestra débil condición humana, que sin ellos no nos sería posible ascender ni un solo peldaño; sin estos dos puntos de apoyo; la Penitencia y la Eucaristía, no podremos jamás llegar al último escalón; no podrá nunca el alma transformar en luz el barro que la ciñe, para ver y sentir la presencia de Dios.

He expuesto hasta aquí, como el Señor me ha permitido, qué es su santo Reino; qué medios debemos emplear para alcanzarlo, así como también para no perderlo; es decir: para perseverar hasta el fin.

El ansia de apostolado que debe latir en todo católico me incita a dar una forma cabal a este trabajo, exponiendo los métodos y medios a que debemos recurrir para llevar a Cristo a los demás; para que Cristo sea amado por todos; en una palabra: para que Cristo reine en la sociedad. Mas, por razón de la extensión que ya va tomando este trabajo, me es preciso zanjarlo aquí; mas, no lo haré sin que antes consideremos que Cristo, por amor a nosotros, se humilló hasta el extremo de sufrir afrentas y muerte; que tras ésta resucitó para reinar por toda la eternidad; y que nosotros, si queremos ser dignos de su Reino, no tenemos otro camino que su camino: es decir; amarlo como El, como El nos amó; humillarnos por El, como El por nosotros se humilló; y esperar en El que habrá de resucitarnos de la misma manera que El resucitó, para decirnos amorosamente: venid, benditos de mi Padre, al Reino que os tengo preparado desde la eternidad.

25/10/1949