Home > Sus Poesías > Poesía Apostólica > Necesidad de la Redención
  Libreta primera  Pág. 163 Obra No. 78
Ensayo sobre la Bondad, Justicia,
Sabiduría y Poder de Dios en la Redención

Necesidad de la Redención



Adán pecó; y porque pecó Adán, la estirpe humana necesitó ser redimida. Esto no sólo lo afirma la Iglesia desde sus albores, sino que el Antiguo Testamento no es otra cosa que una clarinada que anuncia el advenimiento del tan, por necesario, deseado Redentor. Y ¿porque Adán pecó la estirpe humana tuvo necesidad de ser redimida? A esta pregunta, que igual puede latir en el alma del escéptico como en la del sediento de la verdad eterna, vamos a darle, con la ayuda de Dios, exacta y cabal respuesta.

¿Qué culpa tengo yo, dirán algunos, de que Adán haya pecado? ¿Qué culpa tengo yo, dirán algunas, de que Eva le haya dado la primera mordida a la manzana? ¿Culpa? En verdad que en tí no la veo; porque no fuiste tú, ciertamente, quien le ofreciera a Eva la manzana, o le insinuara comerla. No fuiste tú la causa del pecado de tus padres; ¡ah! Pero ¿Son tus padres? ¿Tus primeros padres? ¡ he aquí el quid de la cosa!

¿Has observado como en el orden jurídico heredan los hijos el caudal de sus padres? ¿Cómo en el orden moral, obligados están a satisfacer las deudas que al morir dejaron sus padres? ¿Cómo en el orden fisiológico heredan los hijos las buenas o malas condiciones físicas de sus padres? ¿Cómo en el orden psicológico la herencia deja también su huella inconfundible? ¿Cómo, en una palabra, en todos los órdenes, la herencia no es una norma; la herencia es una ley?

La herencia no es una norma o una regla que pueda el hombre a voluntad modificar; la herencia es una ley, severa en muchos casos si se quiere, pero jamás injusta, ya que emana de Dios, la suprema Justicia.  

Adán y Eva, como cabeza, fuente, tronco o padres del géneroo humano, debían transmitir a éste toda la felicidad de que gozaban; toda la dicha, toda la sabiduría, todas las virtudes, toda la gracia con que el Señor los adornó al crearlos. Eran los primeros reyes, y reyes también debieron ser sus hijos. Pero he aquí que, como todos sabemos, pecaron. Pecaron, no ya como personas particulares; no ya ellos en sí, sino como lo que eran: como cabeza de nuestra estirpe; como fuente de este río de la vida humana; como tronco de todas las generaciones; como padres de todos los que pasaron; y de los que estamos; y de los que vendrán. Esa cabeza trastornada por el pecado no podía transmitir a los miembros más que desorden. Esa fuente envenenada por la culpa, envenenó las aguas de nuestra vida. Ese tronco carcomido por el gusano de la soberbia, nos hizo frutos ásperos y amargos; en una palabra: nuestros padres, de reyes opulentos que se vieron, su abdicación los convirtió en míseros y esclavos, y sólo pudieron legarnos, para desdicha nuestra, su esclavitud y su miseria; la esclavitud peor: la del pecado; la miseria mayor: la de la carne.

Y ¿no podía el hombre salir de tal abyección por su propio esfuerzo? ¿No le sería posible ascender por sus propios pasos, desde el abismo sombrío en que lo sumiera la culpa original, hasta la cumbre, toda resplandores, de su amistad con Dios? ¡No! Responden sin vacilar los santos y sabios doctores de la Iglesia. No le era posible al hombre tan elevada empresa, entre muchas razones, por una que es de una claridad meridiana. ¿Quién fue el ofendido? La sabiduría, la bondad, la justicia y el poder infinitos, ¿Quién fue el ofensor? Un ser que, si bien es verdad que poseía todas estas cualidades por ser hecho a imágen y semejanza del que lo creó, las poseía en grado limitado, y por lo tanto, era la nada; era polvo frente a la excelsa majestad de Dios.

Esa nada, ese polvo, dejó caer en sí mismo una dosis del fermento o levadura tenebrosa de la soberbia, porque quiso, infeliz, esponjarse y subir y elevarse a la altura del que lo creó; en una palabra: quiso ser como Dios.

He aquí que la falta es infinita; he aquí que el abismo que se tendió entre el cielo y la tierra, no se podía sondear. He aquí que le era imposible al hombre, por más que tendiera los brazos suplicantes, asirse al manto de Dios.  Fue necesario, pues, que Dios se inclinase, misericordioso y compasivo, y tendiese su brazo omnipotente, para rescatar de las tinieblas y de la muerte, aquel ser que con tanto amor creó para que gozase de los resplandores de la vida eterna; para que ocupase los puestos que dejaron los ángeles rebeldes.

¿Por qué (preguntan algunos) no procedió el Señor con éstos de igual manera que con los hombres?  La naturaleza del ángel es superior a la del hombre, es más excelsa.  Ambos, criaturas de Dios, pero nosotros más débiles que aquellos.  Al hijo más débil y enfermizo el padre mima y contempla más que a los demás; tal parece que Dios en este caso de ambas transgresiones, la del ángel y la del hombre, estableció la norma con su ejemplo, ya que perdonó al más débil y castigó al más fuerte.  La razón de esto que parece ser una sinrazón de Dios, nos la expone con su proverbial sabiduría Santo Tomás de Aquino.  Le es imposible al ángel arrepentirse, por razón de su naturaleza inmutable; le es imposible, pues, rechazar lo que una vez ha elegido; no puede volverse atrás; en cambio, el hombre, dotado de una voluntad tornadiza y mudable, puede tomar y desechar mil veces sus decisiones; puede querer y no querer alternativamente; puede, en una palabra, arrepentirse.  Satán se mantuvo soberbio, Adán lloró por él y por nosotros, arrepentido, su inmensa falta.

Hemos ya demostrado que el hombre necesitaba ser redimido; el hombre necesitaba un Redentor; y Dios, cuya justicia brilló con deslumbrantes fulgores en la sanción a Luzbel; cuya sabiduría y poder infinito están patentes y resplandecientes en esa página maravillosa del universo; y cuya bondad se manifiesta sin duda alguna en la creación del hombre; Dios; ese Dios ofendido, haciendo aún más ostensibles su sabiduría y su bondad; su poder y su justicia, trazó y llevó a cabo el maravilloso plan de la Redención.  Sí; que en ese plan de amor, como afirma San Juan Damasceno, aparecen más ostensibles: su bondad: porque no despreció la debilidad de su criatura; su justicia: porque vencido el hombre, hizo que nadie más que el Hombre (el Verbo Encarnado) venciese al tirano; su sabiduría: porque encontró el mejor modo de pagar el más alto precio; su poder: porque nada hay más grande, que el haberse hecho Dios hombre

Luego, si bien es cierto que pudo Dios redimirnos de mil maneras, fue esta, trazada y realizada por El (y en la que nos manifiesta más que ningún otro atributo, su amor) fue esta, digo, la más conveniente al hombre.  La más conveniente al hombre, entre infinitas razones, por aquella de que el hombre participase plenamente de la divinidad; (y este don lo tenemos porque Dios se humanó) pues, como afirma el Santo Obispo de Hipona, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.  

Hermanos: Veo en este plan maravilloso, acertadísimo y amorosísimo del Señor, a más de su sabiduría infinita y todos sus infinitos y excelsos atributos, un oculto designio.  Quiso el Señor hacer ciertas y buenas las palabras que a Eva dijera la serpiente; quiso burlarse de Satán, haciendo que se cumpliesen sus palabras de mentida esperanza: "seréis como dioses".

Cuánta confusión para Satán cuando advirtió que, efectivamente, somos como dioses por haber comido nuestros padres la fruta prohibida del bien y del mal; somos como dioses por habernos redimido Cristo; somos como dioses, porque no otra cosa somos cuando estamos en gracia de Dios; somos como dioses cuando Cristo-Eucaristía baja a nuestro corazón; somos, mientras somos miembros vivos de la Iglesia de Cristo, para decirlo en frase de San Pablo, "Templos vivos de Dios".

Mas, no olvidemos nunca que Dios está en el templo prisionero de amor en el sagrario, esperándonos para perdonar al pecador contrito o aumentar la gracia del justo.  Quiero decir con esto, que de nada vale al hombre la inmolación de Cristo en el Calvario, si el hombre, de rodillas, no tiende a Dios los brazos suplicantes para implorar su gracia y sus virtudes

Quiero decir con esto, que el tesoro inapreciable e inagotable de la Iglesia se guarda en siete cofres que son los sacramentos, y que sólo las llaves de la fe y la buena voluntad pueden abrirlos.

Hombres y mujeres de Acción Católica: nosotros, que diariamente vamos al templo a robarnos su tesoro mayor, no lo robemos sólo para nosotros; robémoslo también para repartirlo, sin temor a agotarlo, entre tantos hermanos nuestros que, ciegos o tullidos del alma, necesitan la limosna de nuestro apostolado, lumbre o báculo de su camino; de ese camino que no debe ser otro que el que nos trazara Cristo con su vida ejemplar.

18/12/1951