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Libreta primera  Pág. 189- Obra No. 80  
Ensayo en el que repasa los símbolos
     de lo sucedido en Navidad y saca su mensaje.         

Mensaje de Navidad


Navidad; contracción de la palabra Natividad;  nacimiento, alumbramiento. ¡Alumbramiento! ¿ Se puede pronunciar esta palabra sin recordar la lumbre, sin pensar en la luz? Y ¿qué luz es la que resplandece en este sublime alumbramiento que por antonomasia llamamos Natividad?  Para decirllo por boca del Evangelista, la Luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.  Sí; la Natividad es la aurora del gran día; es el apuntar de un Sol que no tendrá ocaso jamás; es alborada en las almas, rompiendo las milenarias tinieblas del mal y de la muerte; es, en una palabra, el Amor hecho Sol de gracia y de bondad en la tierna figura de un niñito; para regalo nuestro!  Para que el hombre, tras peregrinar milenio tras milenio alumbrando su camino con las débiles aunque seguras lámparas de los profetas, pudiese continuar ascendiendo a la cumbre del monte santo, con el paso seguro y el alma serena del que conoce el camino que pisa, porque hay un Sol en el cenit que no hay nube que pueda ocultarlo, ni fronda por intrincada que sea, que no se torne diáfana al beso de su luz.

La Navidad nos trae su mensaje; y, ¿ puede haberlo más diáfano y más claro?  ¿Qué mensaje podrá ganar en claridad a éste?  A éste que tiene sobre todo otro mensaje  la sublime ventaja de un deslumbrante misterio. ¿Un mensaje clarísimo, que entraña un misterio? ¿No es verdad que parece imposible? Pues no; ya que la Luz y el Mensajero son una misma cosa. Y ¿qué mensaje es este? ¿Qué nuevas son las que trae tan excelso Mensajero? Hermanos: el alma, al contemplar con sus ojos inmateriales la belleza infinita que palpita en la escena del establo; al escuchar la poesía inigualable que vibra en este cántico que Dios entona por amor al hombre; al refrigerarse en las aguas vivas de esta fuente que brotó en Belén ha dos mil años y que aún sigue fluyendo; al saborear la miel de estos exquisitos panales de la única verdadera filosofía; el alma, digo, al adentrarse en éste su propio mundo, queda como extasiada; y si tiene la dicha de que la ingratitud no haya logrado encallecerla; entonces... ante tanta belleza; ante tanta bondad; ante tanto amor misericordioso, sólo acertará a decir... y de rodillas: ¡gracias, Dios mío!

El mensaje de Navidad es materia inagotable; es cantera que no se agota jamás; es diamante de infinitas facetas; (es) por eso que sólo podré contentarme con glosar o señalar unas cuantas verdades de entre las infinitas que integran tan sublime mensaje.

La primera de todas las que palpitan en la escena del establo, la que más destaca; la que más nos asombra y anonada, es la doble verdad de la humildad y la pobreza.  La de un Dios que se humilla hasta la pobreza extrema.  Verdad amarga y dulce al propio tiempo: Amarga porque la pobreza le presta su amargura; dulce, porque la humildad le presta su dulzura. Es, para emplear un símil navideño, como ese dulce que nunca falta la noche de Nochebuena (1) en ninguna mesa de nuestra amada tierra: el dulce de naranja. ¿Qué sería ésta sino amarga y áspera, si no viniese el azúcar a completar el dulce manjar? Amarga y áspera e insufrible sería la pobreza, si el pobre no supiese endulzarla con el azúcar de la rara virtud de la humildad.  Y amargo, áspero e insufrible sería el rico, si no aplacase la altanería que suele engendrar la riqueza, con el sedante de la humildad.  

¡La humildad!  Rara virtud la llaman los teólogos; y tan rara y tan oculta, que según un Santo Padre, no la hubieramos descubierto si Dios en Belén no nos la hubiese revelado.

El gran profeta Isaías, setecientos años antes del feliz advenimiento, dijo del Dios infante: "El Niño que sabe reprobar lo malo y elegir lo bueno. Y  ¿qué eligió el Niño sabio? Pudo haber elegido una apacible tarde de Primavera para su nacimiento y eligió una noche de crudo invierno. Pudo haber nacido en dorada cama de regia alcoba, y nació en el suelo; y reclinó su frente sobre las duras pajas de rústico pesebre. Si eso eligió el Niño sabio que por nosotros  vino, sin duda alguna que eso y no otra cosa era lo más conveniente para nosotros, a pesar de que la luz de la mundana filosofía nos haga ver que el regalo y la riqueza y la abundancia son dones estimables.  

Hermanos: si iluminamos el pesebre con la luz de otra distinta filosofía: la celestial, veremos que la humildad es fundamento de la santidad, y por lo tanto sin ella no podremos dar un paso en el camino del pesebre de Belén; de ese portal que es puerta de eterna bienaventuranza; pórtico de la gloria celestial.

Como secuela o consecuencia de esta verdad primera, de esta primera enseñanza del mensaje, hay el hecho, acaecido aquella misma noche, de que los más humildes; los rústicos pastores por ser, tal vez, por su condición los postreros, fueron los primeros en saber la nueva feliz.

Qué lección, digna de ser aprendida y practicada, nos dan los pastorcitos de Belén.  Veamos cómo en la manifestación del ángel a los pastores, no se les invita a ir al pesebre.  Mirad: les dijo, que os traigo una nueva de grande gozo para todo el pueblo; porque ha nacido para vosotros el Salvador en la ciudad de David.  Esto tendréis por señal: que hallaréis al Infante envuelto en pañales y puesto en un pesebre.

Bien se ve que bien sabía el ángel que acudirían a contemplar la escena, por eso no los invitó.Y tengo para mí que no irían con las manos vacías a adorar al Dios niño, sino que, de lo poco de que disponían, algo reservaron y llevaron al Redentor, para dar cumplimiento a aquellas palabras del Deuteronomio: no aparecerás vacío delante del Señor.

Lección sublime, repito, nos dan los pastorcitos de Belén, que, sin ser invitados, corren a adorar al Salvador.

En cambio, cuántas almas, al llamado amoroso de la Iglesia cierran ojos y oídos y no acuden a adorar al Dios Hombre que mora en el pesebre del sagrario consumido de amor.

Estos que así se comportan están representados en aquellos que, seguramente, aquella noche pasaron junto al establo y no se dignaron siquiera mirar; y si miraron, tal vez fue desde lejos, esquivando dos cosas: el hedor del establo, y las exigencias de la caridad.

Los pastores, en cambio, símbolo son de aquellas almas que, una vez que lo vieron, y, más que verlo, se dignaron tenerlo en su regazo y lo arrullaron y lo abrazaron con el abrazo santo de santa comunión, retornan de nuevo a sus labores, como los pastorcitos, y van por los caminos y por las calles y por las plazas, lleno de luz el rostro y de alegría el alma, cantando a voz en grito como queriendo despertar al mundo: ¡ venid, adoremosle!

Y aquella pareja que en medio del establo atiende solícita a los cuidados del divino Infante; aquellas dos almas que se miran en El, y lo colman de mimos y caricias; aquellos dos seres cuya futura vida será consagración a ese Dios hecho niño; símbolo son también, no solamente del matrimonio ideal y perfecto, sino de aquella legión abnegada de hombres y mujeres que, despreciando del mundo los falsos deleites, se ofrecen por entero a la misión sublime de atender a Jesús en sus sagrarios; sagrarios que a manera de pesebres glorificados desparramó el Señor sobre la faz del orbe.

Ellos, los sacerdotes, complácense en complacerlo en su santa exigencia: obsequiar a las almas con el dulce regalo del Pan de Vida. Ellas, las religiosas, reparando con sus oraciones y sus sacrificios (cual la Virgen lavando pañales) las infinitas ofensas que a diario recibe de tantos corazones: los que ni siquiera se dignan mirarlo, y los que, cual sagrarios o pesebres lo albergan tan sólo un instante, para después, ingratos, olvidarlo.

¿Qué verdad más consoladora y alentadora que aquella que repiten a coro los ángeles la noche de Navidad?  ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!

Gloria a Dios en las alturas,¡hombre! Quieren decir los ángeles. Escucha: el Eterno Padre nos envía para que glorifiquemos a Quien por amarte quiso y pudo humillarse hasta el extremo de estar como lo ves ¡Imítanos, hombre, glorificale! Que entre las infinitas cosas por las que merece ser glorificado está la Encarnación.  Glorificale: que hoy más que nunca, se ha colmado la tierra de su gloria. Glorifícale; no olvides que no hay paz para el impío, y en cambio, se bañarán en ella y beberla podrán en sus raudales los hombres de buena voluntad.

Hay, además, en el mensaje un grupo de tres verdades que es imposible separar: La noche, el frío y el establo.

Nació de noche porque quiso decirte: hombre, vengo a prestarte claridades de aurora; vengo a romper tu noche espiritual.  

Tuvo frío, porque quiso hacer de éste un símbolo del que sufriría más tarde: el frío de nuestra torpe ingratitud.  Y nació en un establo, porque quiso decirnos sin palabras: el mundo al que he bajado no es otra cosa que lo que véis: ¡establo! La animalidad lo tornó inhabitable, inmundo y mal oliente: oscuro y frío como esta noche invernal.  Pero no temais; que vengo a esclarecerlo y a purificarlo; a prestarle calor y color.  ¡Qué gran verdad! ¿Hay algo más bello, más poético, consolador y esperanzador para el hombre, que el histórico establo de Belén?  Si hasta cuenta la tradición que aquellos animales (símbolo en este caso del hombre que por el pecado descendió al abismo de la animalidad) poco a poco se fueron acercando a aquel Niñito, como diciéndole con su bestial amor: aunque animales somos, no lo seremos tanto que no podamos ver que Tú eres Dios.

Con cuanto dolor y caridad y obligación al propio tiempo,(2) debemos, los que tenemos fe, mostrarle las verdades de la escena del establo a los hermanos nuestros que, sordos a la voz de la conciencia, no se despojan de su animalidad, y no saben, o no pueden, o no quieren acercarse al Niño Dios para glorificarlo.

Glorifiquémoslo, pues nosotros, (3) como hicieron los ángeles, por aquellos que no quieren glorificarlo.  Glorifiquémoslo, que tal vez nuestro ejemplo mueva mejor sus corazones que la palabra.  A eso vamos esta noche a tu Iglesia, Jesús Infante: a bendecirte por los que no te bendicen; a darte gloria por los que no quieren glorificarte; a confesarte por los que te niegan; a darte gracias por tu Encarnación y por tu Nacimiento, por todos los ingratos; por los que te odian; por los que te desprecian; por los que al rechazarte como Dios, no creen, infelices, que Tú, como afirma San Cipriano, naciste de María, ¡"Como fruto, del árbol; como el rayo, del sol"!

22/12/1953

(1) Años más tarde enmendó este renglón así: como ese dulce que no faltó nunca la noche de Nochebuena y hoy por desgracia falta.

(2) Parece que esta alocusión la dirigió originalmente a la Acción Católica, pues aquí tenía escrito: hombres y mujeres de Acción Católica.

(3) Y en otra ocasión parece haberla dicho en Guanajay, ya que en este lugar más tarde agregó: guanajayenses.