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Libreta primera.- Pág. 133 - Obra No. 76
Ensayo sobre el privilegio y obligatoriedad de la Acción Católica


Pío XI y El Apostolado de los Laicos.


La Iglesia; esa que por ser esposa de Cristo, como su divino esposo, no perecerá jamás; esa Madre nuestra en cuya frente resplandece con fulgores divinos el sello de la inmortalidad; esa Maestra cuya Sabiduría ha sabido retar y vencer a tanto "sabio" que le ha salido al paso; en cuya santidad, a pesar del fango de la concupiscencia con que ha tropezado en su largo camino, se mantiene incólume como el ala del ave que cruza el pantano; la Iglesia, repito, bien podría dormirse en los laureles de esa inmortalidad que la adorna y olvidarse, tanto de aquellos que no la aman porque no la conocen, como de los infelices que, también por no conocerla, la odian y combaten.

Pero es sabia y es santa; y estos dos preciados atributos son, precisamente, los que no le permiten permanecer indiferente ante el caótico espectáculo que desde la caida de Adán (origen de ese caos) ofrece el mundo, y que hoy, agravado por el desquiciamiento que en el orden económico-social se advierte, nos impide saber qué suerte es la que espera a esta desorientada humanidad.

Es sabia y es santa; y esas su sabiduría y santidad quiere ponerlas en acción, para dejar caer en el surco de las almas, cual sublime sembradora de ideales, la mágica semilla de la palabra de Cristo, promesa y garantía de feliz eternidad.

Esa eternal felicidad quiere llevarla a las almas precisamente por ser sabia y por ser santa, y vemos, pues, que lejos de mantenerse indiferente o despreocupada, se ha hecho andariega, batalladora, celosa por ingestar en las almas esa vida eterna que palpita en ella desde que su Divino Esposo se la entregó en la Cruz.

Mas, no pensemos que estos calamitosos tiempos que corren la han tornado andariega y batalladora; no, andariega nació porque desde sus albores fue perseguida, y a caminar sin tregua y a batallar sin descanso se dio desde su cuna, porque la gloria de Dios, que cual sublime ideal lleva en la frente desde Pentecostés, la aguijoneaba.

Mirad la mano de Dios en ella: Todas las instituciones de este mundo; todas las organizaciones en cuya fundación ha jugado papel capital el hombre, tienen el sello de lo perecedero y dan entre tinieblas sus primeros pasos. La Iglesia, hermanos míos, iluminada desde su nacimiento por la Luz de las luces, el Espíritu Santo, espíritu de sabiduría; e impulsada por esa fuerza avasalladora de la vida eterna que late en sus entrañas, se nos presenta hoy con aquella majestad y aquella bizarría y aquel prestigio sin mancha que tuvo en sus albores; y al contemplarla sus hijos, jubilosos y alegres, podemos exclamar con noble orgullo: ¡Madre! ¡Eres sabia, no porque tienes veinte siglos; tienes veinte siglos porque naciste sabia!

Dijimos ya que, celosa de la gloria de Cristo, quiso desde sus primeros tiempos, que el Reino de Dios, (eso que con tanto encarecimiento suplicamos en el Padre Nuestro) descendiese a las almas; y hay que ver con qué denuedo y tesón los primeros cristianos en Antioquía, Chipre, Fenicia y Tesalónica, dejaron caer en las almas secretamente la palabra de Cristo; a tal extremo, que San Pablo, a los tesalonicenses les escribe estas alentadoras palabras: "por vosotros se difundió la palabra de Dios en Macedonia y Acaya. También la fe que tenéis en Dios se propagó en todos los lugares, por lo cual no es necesario que nosotros hablemos."

Vemos, pues, que la Acción Católica nació con la Iglesia; pero es que la Iglesia es católica y por ser católica no puede prescindir de la acción. Sin la actividad no se concibe la universalidad, la catolicidad. ¿Cómo podría llenar el mundo si no ardiese en deseos de colmarlo? ¿Cómo hubiera podido llegar a ser lo que es, católica, ¡sí! ¡Católica! (como tienen que llamarla sus detractores), si no hubiese nacido activa y dinámica? ¿No veis en ella la levadura de la palabra de Cristo que la acrecienta para ordenarlo todo?

Pasan los siglos sin dejar en ella la huella de su paso; y al empezar el veinte de su triunfal carrera, uno de sus Pontífices más preclaros, Pío XI, levanta su voz admonitora y doctrinal para señalar a la nave de Cristo nuevos derroteros, e hinchar sus velas con la brisa entusiasta de una Acción Católica organizada.

Sus dos antecesores inmediatos habían dado ya los primeros pasos en la organización. Les tocó reinar en momentos álgidos de la Historia. Pío X ante el neopaganismo amenazante anhelaba "renovarlo todo en Jesucristo."  Benedicto XV reinó durante la primera guerra mundial y no dejó ni un solo instante de orar y trabajr porque cesasen las hostilidades; porque volviese al mundo la verdadera paz, "la paz en Cristo."

Toma Pío XI estas dos divisas de sus antecesores y aunándolas, las transforma en divino programa: "la paz de Cristo en el reino de Cristo." Que hombres y naciones viviesen en paz y que esa paz fuese la consecuencia ineludible de la renovación total que el mundo experimentaría por el reinado de Cristo en las almas.

Fue, sin duda alguna, leyendo las Actas de los Apóstoles y las encendidas epístolas de San Pablo, como surgió en la mente de Pío XI esta nueva estructuración; este vivífico retoñar de la Acción Católica. "Cooperadores suyos en Jesucristo" llama San Pablo a los primeros cristianos evangelizadores; y Pío XI, en memorable día lanzaba esta interrogante a las asociaciones católicas: ¿Qué habrían podido hacer los doce Apóstoles, perdidos en la inmensidad del mundo, si no hubieran llamado en torno suyo a hombres y mujeres, ancianos y niños, diciéndoles: "traemos los tesoros del cielo; ayudadnos a repartirlos.?"

Este llamado de Pío XI a los laicos a colaborar con la Jerarquía en el apostolado de la Iglesia (según la clásica definición de la Acción Católica) entraña obligatoriedad. "El apostolado es obra de precepto y no de consejo", como bien señala Mons. Civardi. Porque la gloria externa de Dios que es nuestro Padre , estamos, por ser sus hijos, obligados a trabajar porque resplandezca. ¿Qué dignación más alta, hermanos míos, que ser apóstol de Cristo? Sin duda que es la más. ¡Cuánto conforta al alma el saber y pensar que al cooperar con la Jerarquía, nuestra misión es divina por ser idéntica a la de la Iglesia! Divina y no en sentido metafórico, sino real y verdaderamente, según demuestra Mons. Buteler cuando afirma que si bien es parcial, es real, porque se trata de la verdadera incorporación a la misión de que es depositaria la Jerarquía.

Pero, ¿y las consoladoras y alentadoras palabras de Pío XI en su famosa Encíclica  Ubi Arcano Dei? "Recordad también a los fieles que cuando, tomando por guías a vosotros y a vuestro clero, trabajan en público y en privado porque se conozca y ame a Jesucristo, entonces es cuando, sobre todo, merece que se les llame linaje escogido, una clase de sacerdotes, reyes, gente santa, pueblo de conquista. Que entonces es cuando, estrechamente unidos a Nos y a Cristo, al propagar y restaurar con su celo y diligencia el reino de Cristo prestan los más excelentes servicios para restablecer la paz entre los hombres."

Estas palabras alentadoras de Pío XI, el Papa de la Acción Católica, sea la bocanada de aire que aviente las cenizas que cubren las brasas encendidas de nuestro amor a Cristo. Mas, no olvidemos esto: ahí está la Iglesia como modelo. En ella y por ella debemos modelarnos a su imagen y semejanza. Sabia y santa nació y seguirá siendo hasta el fin de los tiempos, y por sabia y por santa y por eterna quiere llenar las almas de eternidad.

Si ella es nuestro modelo, iluminemos nuestra mente con la luz refulgente de su sabiduría y de su doctrina; refresquemos el alma con el agua del costado de Cristo, generadora de santidad; y si no fuésemos capaces de un apostolado intelectual porque Dios no lo quiere en nosotros, el "ama y haz lo que quieras" de San Agustín, nos pondrá la oración en los labios o nos tornará en ofrenda inmolatoria por aquellos nuestros hermanos en Cristo que ignoran, infelices, que Cristo y su Iglesia son promesa y garantía de feliz eternidad.

Octubre de 1957