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Ép. y Míst. Pag. 96 - Obra No. 37
Poema Místico analizado ya en la Introducción

VIAJES  AZULES


A mi hija Carmencita

El carro azul del ensueño
cruzó por mi puerta un día
con esa alígera marcha
que lleva siempre; lucían
ruedas y arreos y cascos
enjoyados con las chispas
de mil diversos colores
que en su correr despedía.
¡Ven, ven, sube amigo!
Que tienes aquí una silla
me dijo con voz muy tierna
mi más tierna y cara amiga,
la que engalana sus manos
a más de con una lira,
con flores de tal rareza
que nunca he visto marchitas;
la que lleva en la alba frente
una corona tejida
con ramas inmarcesibles
de laurel, y se la quita
veces mil para ceñirse
la de punzantes espinas
que tejió con negras manos
la bruja de la agonía;
la que tiene por entrañas
las forjas blancas y antiguas
del ideal; la que lleva
tal encanto en sus pupilas
que el objeto más humilde,
si lo copia, lo sublima;
la que lleva a flor de labio
siempre una canción; la misma
que besó al Dante en la frente,
y a Petrarca y a Zorrilla,
y le dijo a Homero: canta,
que voy a darte una lira
cuyos épicos acordes
han de obrar la maravilla
de hacer a los dioses, hombres,
a la humanidad, divina.
Subí al carro; subí al carro
porque ¿quién como mi amiga
podrá mejor orientarme
por las rutas de la vida?
¿Quién como esta dulce maga,
quién como tú, Poesía,
podrá prestarme las alas
que mi mente necesita
para subir a las cumbres
donde reinas y cautivas?
¿Quién más fiel a los antojos
de mis locas correrías?
“Subir por la escala quiero
de un rayo de luz, arriba”
y apenas lo he pronunciado,
con su mágica varita
obró mi amiga el milagro...
¡y a volar la fantasía!
Sobre los hombros fulgentes
de un cometa, ¡cuántas millas,
cuántos soles, cuántos mundos
dejé atrás en la ancha pista!
Mas, no es sed de altura sólo
lo que el alma me calcina;
que las cosas de este mundo,
aún aquellas más sencillas
y vulgares, tienen siempre
rara belleza escondida;
y es por eso que mil veces,
por la magia de mi amiga,
bajé al fondo de los mares,
viajé en hombros de la brisa,
tuve grutas por palacios,
pude hablar con las hormiga,
vivir entre adustas fieras,
interpretar la sonrisa
del Niño Jesús dormido
en los brazos de María;
saber de la flor las ansias
y el afán de las espinas;
y de las hojas que otoño
tronchó con su cruel cuchilla,
sentir los besos que al árbol
le daban en despedida.
No hay nada del sol abajo;
no hay nada del sol arriba;
que no interprete el que viaja
con tal dulce compañía.
Pero, ¡ah! cuando he pretendido
ascender hasta la cima
del Sinaí donde flagra
la llama tremante y viva
del amor de Jesucristo,
¡sí! cuando el alma en sí misma
quiso replegarse, ansiosa
de celestiales delicias;
cuando suspiró, sedienta,
por las vivíficas linfas
de la fuente prodigiosa
de la sacra Eucaristía,
entonces, llorosa y triste,
me ha dicho mi fiel amiga:
Así como el gran Virgilio
llevó a Dante por las vías
del Infierno y Purgatorio,
y confiolo a la divina
Beatriz, para que la Gloria
le mostrase, compasiva,
así yo, en los brazos sacros
de otra mejor compañía
voy a dejarte; con ella,
y apartada del Empíreo,
será diáfana a tu vista.

¡Qué gran verdad! Cuantas veces
me dejó la Poesía
en el regazo amoroso
de la Oración, en las mismas
entrañas del Dios que adoro
halló albergue el alma mía.
¡Qué deleites, qué dulzuras
qué arrobos, cuántas delicias
dejaron rendida el alma
de celestiales fatigas
en el tálamo glorioso
de las entrañas divinas!
Esto sentirlo se sabe;
referirlo, ¿quién podría?
Que calle entonces la lengua;
no prosiga; no prosiga,
y conténtese tan sólo,
a impulsos de la alegría
que el alma guarda al retorno
de la región sacratísima,
con exclamar sin ambages:
¡Oración, Dios te bendiga!

José A. del Valle