Libreta 9a. Pág. 157 – Obra No. 995
Alma que en gracia vives, ¿por qué dejas tus ojos
correr ansiosamente por páramos que abrojos
y cardos sólo ofrecen, que no dan ni una flor?
Deléitate mirando, cerrándolos, aquellos
paisajes interiores arcádicos y bellos
que en tus sagrados predios desparramó el Señor.
Son muchos los que tienes; vamos a elegir uno.
El de las siete fuentes. ¡Bello como ninguno!
Ahí tienes la primera: La fuente de la fe.
Es luz su clara linfa, con cuyos resplandores
tu místico paisaje se viste de colores
y todo, todo, todo...¡más diáfano se ve!
Las linfas de esa otra, que es de la esperanza,
no dejes de beberlas, que te darán confianza
en la misericordia y en el poder de Dios.
Bebamos, tú en la tuya; yo beberé en la mía,
para esperar confiados la eterna poesía
que Jesucristo un día nos prometió a los dos.
No puede, buen amigo, la caridad ardiente
dejar que en ti no brote su prodigiosa fuente,
cuyas preciadas linfas, al fuego del amor,
realizar el prodigio de que a Jesús tratemos
en esos infelices escuálidos que vamos
cargados de penuria, de pena o de dolor.
Ahí tienes esa otra, que es la de la prudencia.
Sus linfas te saturan de la difícil ciencia
de atravesar triunfante de tu existencia el mar,
y logran que a las almas que marchan a tu lado
porque Jesús las quiso dejar a tu cuidado
con sólida eficacia las sepas orientar.
La fuente que ahora vemos es la de la justicia.
Sus linfas a tu alma le prestan la pericia
de dominar pasiones que tienden hacia el mal,
y sobre todo aquella del pérfido egoismo,
con la que tantos hombres a un insondable abismo
lanzaron la concordia y el bienestar social.
Ahí tienes a esa otra: la de la fortaleza.
Quien bebe de sus linfas ni falla ni tropieza.
Quien bebe de sus linfas se ríe del temor.
De ese temor que infunde la selva de la vida
con el rugir de fieras que asusta e intimida
a los que no han sabido confiar en el Señor.
De esa postrera fuente, que es la de la templanza,
sus linfas nos sugieren usar una balanza
para pesar con celo las dosis de placer;
para que no caigamos, por nuestra incontinencia,
en el abismo horrible de la concupiscencia...
¡en el que suelen tantos imbéciles caer!
Son esas siete fuentes de célicas virtudes
siete maravillosos y místicos laúdes
cuyas sagradas notas elevan al Señor,
a más de, para el alma pedirle su clemencia
por tantos extravíos, cantando su omnisciencia,
su gloria, su realeza, sus dones y su amor.
Son esas siete fuentes sagrado patrimonio
del alma que a Dios ama; y son para el demonio,
que cual león rugiente la quiere devorar,
valuarte inespugnable por sólido y roqueño.
El alma humilde y casta de la que Dios es dueño
sin miedo al enemigo se tiende a descansar.
Son fértiles tus predios por esas siete fuentes;
y dan, entre las múltiples cosas excelentes,
árboles cuya savia, la espiritualidad,
produce en ellos frutos excelsos: la paciencia,
el bien, la mansedumbre, el gozo, la clemencia...
y el fruto más difícil de darse...¡la humildad!
El lago ese que forman los siete riachuelos
que nacen de tus fuentes, copiando está los cielos.
Tú en ése, yo en el mío, ¡echémonos los dos!
Que si está el cielo en ellos y en ellos nos unimos:
el cielo habrá de darnos el don que le pedimos:
que Dios está en nosotros...¡y nosotros en Dios!
José A. del Valle
Miami, 30 de Dic. De 1985
Paisaje Espiritual
Alma que en gracia vives, ¿por qué dejas tus ojos
correr ansiosamente por páramos que abrojos
y cardos sólo ofrecen, que no dan ni una flor?
Deléitate mirando, cerrándolos, aquellos
paisajes interiores arcádicos y bellos
que en tus sagrados predios desparramó el Señor.
Son muchos los que tienes; vamos a elegir uno.
El de las siete fuentes. ¡Bello como ninguno!
Ahí tienes la primera: La fuente de la fe.
Es luz su clara linfa, con cuyos resplandores
tu místico paisaje se viste de colores
y todo, todo, todo...¡más diáfano se ve!
Las linfas de esa otra, que es de la esperanza,
no dejes de beberlas, que te darán confianza
en la misericordia y en el poder de Dios.
Bebamos, tú en la tuya; yo beberé en la mía,
para esperar confiados la eterna poesía
que Jesucristo un día nos prometió a los dos.
No puede, buen amigo, la caridad ardiente
dejar que en ti no brote su prodigiosa fuente,
cuyas preciadas linfas, al fuego del amor,
realizar el prodigio de que a Jesús tratemos
en esos infelices escuálidos que vamos
cargados de penuria, de pena o de dolor.
Ahí tienes esa otra, que es la de la prudencia.
Sus linfas te saturan de la difícil ciencia
de atravesar triunfante de tu existencia el mar,
y logran que a las almas que marchan a tu lado
porque Jesús las quiso dejar a tu cuidado
con sólida eficacia las sepas orientar.
La fuente que ahora vemos es la de la justicia.
Sus linfas a tu alma le prestan la pericia
de dominar pasiones que tienden hacia el mal,
y sobre todo aquella del pérfido egoismo,
con la que tantos hombres a un insondable abismo
lanzaron la concordia y el bienestar social.
Ahí tienes a esa otra: la de la fortaleza.
Quien bebe de sus linfas ni falla ni tropieza.
Quien bebe de sus linfas se ríe del temor.
De ese temor que infunde la selva de la vida
con el rugir de fieras que asusta e intimida
a los que no han sabido confiar en el Señor.
De esa postrera fuente, que es la de la templanza,
sus linfas nos sugieren usar una balanza
para pesar con celo las dosis de placer;
para que no caigamos, por nuestra incontinencia,
en el abismo horrible de la concupiscencia...
¡en el que suelen tantos imbéciles caer!
Son esas siete fuentes de célicas virtudes
siete maravillosos y místicos laúdes
cuyas sagradas notas elevan al Señor,
a más de, para el alma pedirle su clemencia
por tantos extravíos, cantando su omnisciencia,
su gloria, su realeza, sus dones y su amor.
Son esas siete fuentes sagrado patrimonio
del alma que a Dios ama; y son para el demonio,
que cual león rugiente la quiere devorar,
valuarte inespugnable por sólido y roqueño.
El alma humilde y casta de la que Dios es dueño
sin miedo al enemigo se tiende a descansar.
Son fértiles tus predios por esas siete fuentes;
y dan, entre las múltiples cosas excelentes,
árboles cuya savia, la espiritualidad,
produce en ellos frutos excelsos: la paciencia,
el bien, la mansedumbre, el gozo, la clemencia...
y el fruto más difícil de darse...¡la humildad!
El lago ese que forman los siete riachuelos
que nacen de tus fuentes, copiando está los cielos.
Tú en ése, yo en el mío, ¡echémonos los dos!
Que si está el cielo en ellos y en ellos nos unimos:
el cielo habrá de darnos el don que le pedimos:
que Dios está en nosotros...¡y nosotros en Dios!
José A. del Valle
Miami, 30 de Dic. De 1985
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