Lib. 5a. Pág. 18 - Obra No. 407
Romance en el que con un perfecto simil nos
enseña a aceptar con alegría todo aquello
que nos prepara en la vida para el gran encuentro
Romance en el que con un perfecto simil nos
enseña a aceptar con alegría todo aquello
que nos prepara en la vida para el gran encuentro
¡Bien-venidos!
El alma, mi amigo, el alma
que todos llevamos dentro,
no es otra cosa que un amplio,
feraz y cercado huerto.
Un huerto, que aunque cercado
por tí, porque eres su dueño,
como en oración peremne,
debes mantenerlo abierto,
como los huertos del mundo,
a las caricias del cielo.
Para que el árbol arraigue
y eleve su copa enhiesto,
debe el turbión sacudirlo;
debe estremecerlo el trueno.
Y para que cuaje en frutos
debe la brisa mecerlo,
libar la abeja sus flores,
darle la nube su riego,
darle la tierra sus jugos
y el sol su cálido beso.
Si no abres el huerto tuyo
como del mundo los huertos
se abren a las veleidades
y a las caricias del tiempo;
si, como en santa oración
no lo mantienes abierto
para aceptar de buen grado
lo que te depare el cielo,
no esperes que cuaje en frutos
de vida y dulzor eternos.
No esperes cosecha alguna,
que vas a perder el tiempo.
Y si tu huerto es estéril,
¿para qué sirve tu huerto?
Ábrelo y dí jubiloso:
¡Mi Dios! ¡Para Tí lo quiero!
Vengan sobre el huerto mío
suave brisa o fuerte viento,
plácida lluvia o borrasca
el aquilón como el céfiro,
sol o sombra, día o noche,
el verano o el invierno,
que, si Tú me los envías,
si de Tí vienen, Dios bueno...
¡Bien-venidos! ¡Bien-venidos!
Que solamente por ellos
podré cosechar los frutos
que ardientemente deseo
como filial homenaje
darte al arribar al cielo
y al dártelos exclamar
de gozo y ternura lleno:
¡Por Tí los logré, Dios mío!
¡Son los frutos de mi huerto!
José A. del Valle
San Juan de Puerto Rico, 23 de Agosto de 1970
que todos llevamos dentro,
no es otra cosa que un amplio,
feraz y cercado huerto.
Un huerto, que aunque cercado
por tí, porque eres su dueño,
como en oración peremne,
debes mantenerlo abierto,
como los huertos del mundo,
a las caricias del cielo.
Para que el árbol arraigue
y eleve su copa enhiesto,
debe el turbión sacudirlo;
debe estremecerlo el trueno.
Y para que cuaje en frutos
debe la brisa mecerlo,
libar la abeja sus flores,
darle la nube su riego,
darle la tierra sus jugos
y el sol su cálido beso.
Si no abres el huerto tuyo
como del mundo los huertos
se abren a las veleidades
y a las caricias del tiempo;
si, como en santa oración
no lo mantienes abierto
para aceptar de buen grado
lo que te depare el cielo,
no esperes que cuaje en frutos
de vida y dulzor eternos.
No esperes cosecha alguna,
que vas a perder el tiempo.
Y si tu huerto es estéril,
¿para qué sirve tu huerto?
Ábrelo y dí jubiloso:
¡Mi Dios! ¡Para Tí lo quiero!
Vengan sobre el huerto mío
suave brisa o fuerte viento,
plácida lluvia o borrasca
el aquilón como el céfiro,
sol o sombra, día o noche,
el verano o el invierno,
que, si Tú me los envías,
si de Tí vienen, Dios bueno...
¡Bien-venidos! ¡Bien-venidos!
Que solamente por ellos
podré cosechar los frutos
que ardientemente deseo
como filial homenaje
darte al arribar al cielo
y al dártelos exclamar
de gozo y ternura lleno:
¡Por Tí los logré, Dios mío!
¡Son los frutos de mi huerto!
José A. del Valle
San Juan de Puerto Rico, 23 de Agosto de 1970
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