Patriarca milagroso, sublime anacoreta
que tu alma soñadora de místico poeta
nutriste con las santas verdades de la Cruz;
derrama en nuestras almas el bálsamo divino
que trueca en bendiciones las zarzas del camino
que guía a la celeste morada de la luz.

Glorioso anacoreta, tus pies ensangrentados
besaban las arenas de páramos dorados
en tanto que tu alma, sedienta de ideal,
en alas prodigiosas de místicos anhelos
se alzaba a las regiones sublimes de los cielos;
¡prodigio de tu vida doliente y monacal!

El mundo abandonaste, buscando en el desierto
la paz y la ventura; la dicha, el amor cierto
que ansiaba locamente tu espíritu gozar;
y allá en las soledades de páramo infecundo,
en lecho miserable rezabas por el mundo
que ansioso te buscaba queriéndote escuchar.

Abad sublime y puro, patriarca luminoso,
ya llena nuestros pechos tu aliento prodigioso;
ya quema nuestras almas tu ardiente devoción;
ya todos los cristianos, unidos para amarte,
formamos al influjo divino de tu arte
con nuestros corazones un sólo corazón.

José A. del Valle