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Libreta Segunda  Pág. 37 - Obra No. 86
Poesía Narrativa – Lírico-Religiosa

Vida y Milagros de San Hilarión Abad.

Patrono de la Villa de Guanajay.


(Pido a Jesús poder incluir esta poesía en el
libro que deseo imprimir sobre Guanajay, y
que pienso regalar a los guanajayenses)

En rica y dorada cuna
que hábil artista labrara
y que damas servidoras
cubrieran con suave holanda,
y en regia y suntuosa alcoba
digna tal vez de un monarca,
en la región de Tebaste,
no muy distante de Gaza,
(ciudad de la Palestina
que el Mediterráneo baña)
nació un niño tan hermoso,
de piel tan fresca y rosada,
de manos y pies tan breves;
de tan menudita cara,
que las rosas que en su honor
cortaron las fieles damas
y que adorno y pebetero
fueron de la regia estancia,
de envidia tal vez, doblaron
sus corolas perfumadas;
con sus pétalos perdieron
sus más exquisitas galas,
y todas, al fin, quedaron
en suave alfombra trocadas.

Al Señor desconociendo
y entre costumbres paganas,
se deslizó de Hilarión
la dulce y feliz infancia;
pero Dios, que para Sí
el alma aquella guardaba
y que todo lo dispone
como le convenga o plazca,
de aquel ambiente pagano;
de aquella inclemente charca,
con mano amorosa y tierna
arrancó la blanca acacia
y a más pródigo terreno
trasplantola.  Con el alba
del sol divino de Cristo,
estremecióse la planta;
nuevos brotes, nueva vida
a cada instante cobraba;
y lo que ayer fuera débil
plantita que se quebrara
con el céfiro ligero,
se hizo ceiba centenaria;
encina de altiva copa;
roble de robustas ramas,
que afrontando de Satán
la tormenta despiadada,
aún se yergue milenario
y su ramaje levanta
en el valle alegre y dulce
de la religión cristiana.

Tal fue el prodigio, el milagro
que de Hilarión en el alma
floreciera con el beso
de las bautismales aguas,
en la ciudad que Alejandro
allá en Egipto fundara.

Se deslizaban los años;
 y doce Hilarión contaba
(que en verdad eran muy pocos
comparados con la gracia
y las heróicas virtudes
que al santo niño adornaban)
cuando, ansioso de besar
la túnica sacrosanta
de San Antonio, el Abad
solitario de Tebaida,
desafiando de las fieras
las terribles amenazas
y las inclemencias todas
con que el desierto maltrata
a todo el que se aventura
a su llanura dorada,
hasta el santo cenobita
llegó, postrose a sus plantas
y lleno de unción, sumiso,
besó la túnica sacra.

Tres años junto al Abad,
fortificando su alma
con los cilicios y ayunos
con que al cuerpo atormentaba,
pasó Hilarión, mas, un día
la abeja de la nostalgia
(si es que ésta puede dañar
a quien sólo a sí se basta
porque Cristo mora en él
y al cabo nada le afana)
parece que en él clavado
dejó su aguijón, y marcha
cargado de sus ensueños,
con rumbo a la dulce patria.

En ésta lloró angustiado
la nueva cruel e infausta
de la muerte de sus padres;
y como aquel que rechaza
un favor, cuando este viste
de la esclavitud la capa,
la inmensa y falaz fortuna
que sus padres le legaran,
la reparte entre sus deudos
y pobres de la comarca,
para volver del desierto
a la vida solitaria;
a la de crueles azotes
y de célicas nostalgias,
de dulces contemplaciones,
efusiones y plegarias;
a la vida que da vida
porque acerca a Dios al alma.

Su gesto, a la Palestina
dejóla tan asombrada,
que a muchos dejó suspensos
de la duda en la balanza,
mas, el tiempo, que las cosas
las disipa o las aclara,
pero que jamás las deja
con la faz que antes mostraban,
les hace saber a todos
que es su virtud tan preclara,
que aquel desierto en que habita
y que a Palestina espanta
porque es de merodeadores
y bandoleros morada,
se va poblando, al influjo
de su bendita palabra,
con celdas y monasterios
donde habitan y trabajan
por hacerse tan perfectos
como quien los congregaba,
ricos que en monjes resueltos
van tras él, y cosa rara
(aunque cierta como fuera
la virtud que lo adornaba)
aquellos mismos bandidos
que sembraban con su espada
la confusión y el espanto
y el terror en la comarca
por el hábito del monje
dejan sus armas colgadas.

Por seguir el santo ejemplo
de San Hilarión, abrazan
sumisos y arrepentidos,
la cruz, que ampara y que salva;
y con ella como emblema,
como escudo y cimentera,
y con la fe, que al creyente
valor infunde y audacia,
salen a robar dispuestos
los tesoros de las almas,
para ponerlos de Cristo
a las laceradas plantas.

Tal del santo anacoreta
fue la virtud, fue la gracia,
que prodigando milagros
se fue extendiendo su fama
por toda la Palestina,
la Siria y Mesopotamia
de tal modo, que las gentes
en enormes caravanas
y cargadas con más fardos
de tristezas y desgracias
que aquellos que los camellos
llevaban sobre sus ancas,
atraviesan los desiertos
que del Abad los separa
y ante la mísera celda
donde éste reza y trabaja,
plantan sus móviles tiendas
y corren con fe no escasa
a recibir del milagro
la medicina sagrada.

Este, caminar no puede;
a aquel, la fiebre lo abrasa;
a este infeliz los dolores
y las congojas lo matan;
aquel vive entre tinieblas;
éste no tiene esperanza.

A aquel lo límpia de lepra
a éste sus dolores calma;
al otro vuelve la vista;
al moribundo, levanta;
y a este triste que ha venido
a consolar su desgracia,
al escuchar a Hilarión
sintió el milagro en el alma:
que vino lloroso y triste
y alegre vuelve a su casa.

Eran, lector, de conventos
ya las fundaciones tantas,
y eran tantos los honores
que la gratitud le daba,
que lloró por mucho tiempo
ésta su triste desgracia,
pues al mundo y su comercio,
sin él quererlo, tornaba.

Huyendo del mundo torpe,
resuelto al Egipto marcha,
a pesar de tantos ruegos,
tantas súplicas y lágrimas
de los que por retenerle
van a besarle las plantas.

De Afrodita en el desierto
volvió a la vida anhelada;
mas, volvieron los milagros
y tras estos fue la fama
de pueblo en pueblo llevando
su santo nombre en las alas.

De Egipto huyendo y del mundo,
para Cicilia se embarca
y de la que pronto parte
porque aún allí le alcanzan.

De Dalmacia en la ribera
se estableció en Epidaura,
en donde obró aquel milagro
que aún a nuestro siglo pasma:
el mar, con su furia loca,
la ciudad amenazaba;
corren a San Hilarión
los creyentes, y con lágrimas
le suplican que lo salve
de tan serias amenazas;
y con sólo hacer tres cruces
con su báculo en la playa,
el mar aplacó sus iras;
volvieron atrás las aguas.

Con este nuevo milagro
su nombre inundó a Dalmacia;
y de ésta huyendo, hasta Chipre
llevole la mar en calma.

En esta islita sublime,
del Mediterráneo gala,
y en el hueco de una peña,
más sepulcro que morada,
siguió consolando tristes;
curando cuerpos y almas;
derramando bendiciones
y orando con fe y con lágrimas
por los sordos e insensibles
a la Divina Palabra;
hasta que un día en que, rodeado
de muchos que bien le amaban
y que en honrarle y servirle
cifraban todas sus ansias,
(pues eran sus años muchos,
que ya de ochenta pasaban)
sintió la primer caricia
de la tan ansiada parca.

Temió un punto; y...¿quién no teme
de la muerte en la antesala?

Mas, cobrando aquel valor
que nunca al cristiano falta
porque Cristo no abandona
al que le sirve y le ama,
al alma, franco y resuelto,
le dirigió estas palabras:
¡sal, sal, alma mía, sal!
¿que temes? ¿qué te acobarda?

Setenta años hace ya
que a  Cristo sirves y amas
y ¿aún temes morir? ¿aún temes,
estando de Dios en gracia?

Y apenas hubo esto dicho,
un ángel de blancas alas
bajó, y en sus dulces brazos
arrullo del santo el alma.

Tal fue la vida y la muerte;
tales los dones y gracias,
de este santo anacoreta
que es de Guanajay el alma.

Para el Padre José, con cariño y respeto.

José del Valle

(Padre José María del Valle, Párroco de la Villa
de Guanajay en la Provincia de Pinar del Río,
Cuba; y de cuya Villa San Hilarión es Patrono)

Nota: El Padre José M. del Valle era natural
del pueblo de Pivierda, concejo de Colunga
en Asturias, España.