Home > Sus Poesías > Poesías a Guanajay > La Devoción a los 21 Domingos a S. Hilarión


Ép. y Míst. Pág. 78 - Obra No. 24
Narración Histórica.

La Devoción a los 21 Domingos

a S. Hilarión Abad, Patrono de Guanajay


Al P. José M. del Valle, fundador
de los Veintiún Domingos,
con cariño y respeto de un
“guanajayense”.

Siglo XVII próximo a su ocaso;
mes, el de María, la Reina del Cielo;
día veinticinco propicio y alegre;
sol todo derroche de luz y de fuego;
flores que tapizan la vasta llanura,
dándole a la brisa perfumados besos;
humilde aldehuela que es una parroquia
que apenas la habitan vecinos doscientos
y que hoy ha quedado bajo el patrocinio
del anacoreta más santo y perfecto:
de aquel que en Tebaste naciera pagano
y en Chipre muriera después de haber hecho
la más penitente de todas las vidas;
los más prodigios y raros portentos.
Júbilo en las almas de los campesinos
y de los esclavos y aún de los perversos;
que están las campanas de la iglesia nueva
batiendo sin tregua sus lenguas de hierro,
y al son de sus notas desciende invisible
la lluvia fecunda del gozo del cielo,
regando el desierto del alma del malo
de idéntico modo que el huerto del bueno.
Tal día y tal siglo, dentro de ese marco
religioso y santo, campesino y ledo
que alegra las almas con gozo inefable,
fundose mi pueblo.

Desde este sublime día
la devoción fue aumentando
hacia el Santo, y demostrando
éste que la merecía.

Y al crecer la devoción
fue la población creciendo,
y fueron las dos haciendo
Villa a la aldea en cuestión.

Guanajay con tal copete
se alzó por su activa vida,
que fue en matriz convertida
de parroquias diecisiete.

Y fue el Santo prodigando
sus favores a granel,
y los devotos en él
más cada día confiando.

En nuestra Habana vecina
la devoción se extendió
del modo con que cundió
su fama en la Palestina.

Y en todas las poblaciones
a do su fervor llegó
con su magia transformó
en aras los corazones.

Que era de ver en su día,
jubiloso por la fiesta,
lo engalanada y apuesta
que nuestra Villa lucía.

Cuánta gente y qué semblantes
más alegres y gozosos;
qué comedidos los mozos,
y los viejos, qué galantes.

Las mozuelas, qué ataviadas;
qué contentas las niñitas;
y aun las mismas viejecitas
muy pulcramente arregladas.

En todo hay animación.
¡Qué derroche de efusiones!
Y en todos los corazones
idéntica devoción.

Para estas fiestas anuales
y su mayor lucimiento,
donaba el Ayuntamiento
quinientos pesos cabales.

Con tantos pesos, y a más
las limosnas no pequeñas,
¿podrían en lo risueñas
quedar las fiestas atrás?

Muchos años, estos días
de fiesta, que lo eran tres,
los vio, lector, como ves,
                        pasar el Capellanías.  (río de Guanajay)

Mas, un águila altiva;
el águila implacable de la guerra,
trajo ostentando en sus potentes garras
una bandera azul de independencia;
vibró en su córneo pico ardiente estrofa
que estremeciendo el alma de mi tierra
la irguió en justicia contra aquella España
cristiana y noble, maternal y buena.
Batió sus alas y reinó la noche;
reinó la noche ¡sí! que al extenderlas,
la vida aquella patriarcal y dulce,
pacífica y serena,
huyó entretanto de los patrios lares,
y se fueron con ella,
el esplendor y el gozo y la alegría
de aquellas sanas, por cristianas, fiestas.
Mas, no la devoción, que ésta se arraiga
con más pujante y misteriosa fuerza
a medida que arrecia y se agiganta
inclemente y furiosa, la tormenta.
Muchos años pasaron sin que hubiesen
fiestas dignas del Santo Anacoreta;
mas, así como un día
palidecieron éstas
al golpe rudo de las negras alas
del águila pujante de la guerra,
otras alas también, las invisibles
del huracán del veintiseis, de aquella
terrible tempestad asoladora
que aún hoy al recordarla nos aterra,
hicieron resurgir más esplendentes
del Santo nuestro las gozosas fiestas.

Veinte de Octubre; sin temor jurara
que no olvidásteis tan terrible fecha.
Présteme el Dante su pincel sombrío
para pintar tan infernal escena:
el huracán bramaba con la furia
que tal parece que Satán le presta,
derribando a su paso desolado
cuanto estorbarle pueda;
nuestra Villa parece agazaparse
al grave peso que molerla intenta;
y el templo, nuestro templo,
nuestra dos veces secular iglesia,
resiste a los embates furibundos
de la horrible tormenta;
pero ¡ah! que es tanta tanta
del huracán la fuerza,
que ha logrado arrancarle y destruirle
sus más sólidas puertas
y ruge en la ancha y espaciosa nave
del mismo modo con que ruge afuera.
Mas, alguien hay ante el altar postrado
que inmutable y sereno, reza, reza...
sin cuidarse un momento del peligro
que lo envuelve implacable y que lo acecha.
Nuestro párroco es, que ruega a Cristo
por mediación del Santo Anacoreta,
por todos sus amados feligreses,
por su Villa querida y por su iglesia.
Y Cristo oyó sus ruegos:
que herir no pudo la infernal galerna
ni al más desamparado parroquiano,
ni osó mover con su pujante fuerza,
a pesar de bramar dentro del templo,
ni un búcaro siquiera.
Esta escena es un símbolo admirable
de otra terrible, secular escena:
siglos ha que el turbión de las pasiones,
el vendaval de la impiedad, se empeña
en derribar con su infernal injuria
la católica iglesia.
Y habrá podido derribarle a veces
alguna que otra puerta,
pero el altar, el dogma, la doctrina
de esta eterna y divina Madre nuestra,
no ha podido moverlos; ¡ni tocarles
 un búcaro siquiera!
Nuestro párroco, al pie del Abad santo,
rezando sigue con su fe de piedra;
y éste, a más del milagro que le alcanza,
una divina inspiración le presta:
la devoción de los Veintiún Domingos;
la devoción excelsa
que el gran San Hilarión mejor escucha
y la que más y que mejor nos premia.
Extendiose esta práctica bendita
a par de los milagros que trajera;
que fueron estos tantos y tan grandes,
que no es posible que contarlos pueda;
por eso es que también es imposible
contar los rinconcitos del planeta
donde esta devoción, flor de los Cielos,
su cáliz abre y sus encantos muestra.
¡Oh devoción de los Veintiún Domingos!
Eres rosario de Veintiuna cuentas;
eres escala de Veintiún peldaños
por donde el alma hasta Jesús se eleva
y por la cual hasta nosotros baja
la solución de todos los problemas
difíciles y graves, y el consuelo
de todo el triste que al Abad le reza.
Desde el fondo de mi alma agradecida
sólo decirte sé: ¡Bendita seas!

José del Valle