Home > La Prosa > Sembrador de Amor
Libreta 4a.  Pág. 35 - Obra No. 295 –
Ensayo publicado como artículo para una
revista en el que prueba que la educación a
los hijos fundada en el Amor evangélico es la
única capaz de formarlos para una sociedad feliz.

Sembrador de Amor

Para “Lazo de Unión”,
Revista Salesiana
de las Antillas.

El diamante de la Caridad posee y muestra un número incalculable de irisaciones; tales y tantas modalidades, que es difícil, a veces, precisarlas, determinar con exactitud sus proporciones; fijar el límite a cada una de ellas, de idéntica manera que es imprecisable la línea divisoria entre los colores del expectro solar.

Mas, una hay que se destaca con caracteres propios; una hay inconfundible y que tiene, a más de esta cualidad, la de estar tan arraigada y viva en el corazón humano, que ni los vendavales de la ingratitud; ni el turbión del desprecio, ni el cierzo del olvido la matarán o arrancarán jamás: el amor de los padres a los hijos.

¿Puede haber paralelismo más sublime que el que hay entre este amor y el que nos tiene el Padre Celestial? ¿No vemos en el primero como un remedo símbolo o representación del que, hecho lluvia de dones, desciende hasta nosotros cual si se escapase de las pródigas manos de ese otro Padre nuestro que en los cielos está?

Amén de tales dones, cuánta paciencia demuestra tener el Eterno Padre ante la ingratitud, el desprecio y el olvido de los hombres.  Ese amor de los padres a los hijos lo ha grabado Dios con caracteres tan imborrables en nuestro corazón; le dió a esa llama tal vida, que sólo la apaga nuestra muerte.

Entre los muchos motivos por los cuales es tan fuerte ese amor, está el de la perdurabilidad de la especie. Ese amor, por ser tan fuerte, suele ser ciego; que a veces “los padres no ven los hijos como son, sino como ellos quisieran que fueran”, según la atinada expresión de Cervantes.  Que a veces los padres suelen cerrar, ante el camino difícil y peligroso de la educación de los hijos, los dos ojos imprescindibles para recorrerlo: el corazón y la cabeza.


Ese trozo de madera informe que es la psique (el alma) de tu hijo, lo pone Dios ante ti, padre cristiano, para que lo talles o modeles sabia y amorosamente; para que pongas en cada golpe de escoplo o de gubia, cabeza y corazón. Debe invadirte el gozo estético en tu santa labor; debes realizarla con unción; cual si rezases; que si la oración llega a los cielos, también, sin duda alguna, llegará tu labor, ya que no es otra cosa que tu oración cristalizada en obra.

Hacer feliz al hijo y serlo tú también, como lo es el artista cuando contempla extasiado la obra que con amor forjó; es una de las proyecciones de la educación; una de las tendencias del amor paternal; mas, no se te olvide nunca la trascendencia de tu misión; que como los criados del Evangelio, hay que dar cuenta de los talentos que nos dejara el Señor al partir.

No olvides jamás que la felicidad de tus hijos sólo podrás lograrla nutriendo sus almas con las santas enseñanzas del Evangelio. Del Evangelio, que es código de vida.  De la vida interior y de la vida de relación.  El hombre no puede ni debe vivir perennemente encerrado en su castillo interior.  El egocentrismo es el egoísmo en su más alta forma; y este, como es fácil observar, no deja de ser amor; pero amor con signo negativo; amor excluyente de los demás amores.

Pero, he aquí la gran cuestión: la mala hierba de la soberbia, como herencia maldita, viene a nosotros con la vida.  Nacemos egoístas; por lo que la educación, el perfeccionamiento de los hijos consiste en la doble labor de escardar y extirpar tan nociba planta, sustituyéndola por esa otra que ante el prójimo florece de muy variados modos, y que se llama amor. 

Digo que ante el prójimo florece de muy variados modos, porque ante nuestros bienhechores se torna gratitud; ante el amigo, amistad; ante los padres, piedad; ante la novia o la esposa, ternura; y ante la tierra natal en ese delicado sentimiento que llamamos patriotismo, y que es capaz de transformarse a la vez en nostalgia, ante la dura ausencia de la patria. Luego la educación cristiana de los hijos es garantía de su felicidad terrenal; de una favorable adaptación al medio en que les toque vivir, y seguro camino para alcanzar la eterna salvación. 

Sólo serás buen padre si eres un perfecto sembrador de amor. Si aplicas el Evangelio a la educación de la prole; si siembras amor en los huertos feraces de tus hijos, a más de fructificar éste en virtudes cristianas que alegrarán sus vidas, el perfume de tan valiosos frutos le prestará delicia al huerto de los demás. Las piezas que integran la maquinaria de la sociedad actual, hoy más que nunca, como las carretas de Agustín Acosta, “rechinan...rechinan...” por lo que, hoy más que nunca, necesitan el lubricante prodigioso del amor.

José A. del Valle

Paterson 3 de Agosto de 1964