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Lib. 5a. Pág. 103  -  Obra No. 432
Reflexiones ante el Monumento, la noche
del Jueves Santo, y vigilia del Viernes


Consideraciones

Sobre la Agonía de Ntro. Señor  Jesucristo   

en el Huerto de Getsemaní


Cuentan los Evangelios que Jesús y sus discípulos la noche de aquel Jueves, después de la Sagrada Cena y de entonar los himnos, que eran a manera de plegaria con que, según la costumbre, debía terminarse la cena pascual, salieron camino del monte de los Olivos.
 
Ya el sol había traspuesto el horizonte; ya caía la noche, cuando Jesús, con sus once discípulos, (ya que, como sabemos Judas se salió del cenáculo antes de terminar la cena) atravesaban el torrente Cedrón que lame las faldas del monte y se acercaban a Getsemaní

Getsemaní, que significa molino o prensa de aceite, era una especie de huerto o finca rústica poblada de olivos y circundada por una tapia para protejerla del robo.

Suponen algunos intérpretes de las Sagradas Escrituras que a Jesús le estaba permitido entrar en dicho huerto, ya que frecuentemente oraba en él.

El nombre Getsemaní alude a una prensa que allí había, con la que se extraía el aceite, el cual allí mismo se vendía al igual que las aceitunas.

A ocho de los discípulos les suplicó le aguardasen a la entrada del huerto, mientras Él iba con los otros tres, más adelante para hacer oración.

“Mi alma está triste hasta la muerte” les había dicho a estos. Y mientras se adentraban en el huerto; y al separarse de ellos e ir unos pasos más adelante para orar al Padre, les dijo: “quedad aquí y velad conmigo”.

Estos tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, que fueron los privilegiados que contemplaron la transfiguración del Maestro en el monte Tabor, iban también a ser testigos de su terrible agonía.

Una hora aproximadamente llevaría orando y decía: “Padre, si es posible pase de Mí este caliz; mas, no se haga mi voluntad, sino la Tuya”, cuando levantándose, se acercó a los suyos y les dijo: ¿De modo que no habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad para no caer en tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es flaca.”

Por segunda vez regresa a orar y posiblemente, clamó como antes: “Padre, si es posible, pase de Mí este cáliz; mas, no se haga mi voluntad, sino la Tuya”. Vuelve a levantarse, y a encontrarlos de nuevo dormidos.

Ya en esta última hora, a pesar de haberle enviado el Padre un ángel para consolarlo, fue tal su angustia y su terror y su agonía, que, según nos cuenta el evangelista San Lucas, que es el que mejor nos narra la escena, sudaba gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra.

Así fue, narrada a grandes rasgos, la oración o agonía de Jesús en el huerto. Y...¿Qué enseñanza tiene para nosotros este trágico pasaje del Evangelio. Muchas, muchísimas, porque el Evangelio es para nosotros los que a Jesús seguimos porque lo amamos, una cantera inagotable de enseñanzas y de verdades. Yo acierto a ver ahora unas pocas; y estas pocas vengo humildemente ante ustedes a exponerlas.

“Velad y orad para no caer en tentación” Sublíme fórmula que si la practicásemos ante esa proposición que se nos hace al pecado y que se llama tentación, venceríamos.  Pero hay algo más en ella, y es que Jesús se la formula a Pedro y a los otros, después de estar orando largo rato. Yo veo en esta circunstancia un símbolo de lo que debe ser y cómo debe ser la acción católica.

Dice un refrán castellano que la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Ahí tenemos a Cristo: en aquel momento terrible de desolación y de suprema angustia, rezaba por Él, suplicando al Padre le librase del terrible suplicio. Pero, si bien es verdad que la caridad debe empezar por casa, también es verdad que se nos pedirá cuenta de los pecados de omisión; y pecado de omisión es no sacudir o despertar, (como lo hizo Jesús con Pedro y los suyos), al amigo, al vecino, en una palabra: al hermano que veamos en peligro de caer, o lo que es peor aun, caído y como dormido o indiferente ante su triste realidad.  Cristo se olvidó de Sí mismo y de su acerba agonía para pensar en los otros, es decir, en nosotros, porque el consejo dado a  sus discípulos es para nosotros consejo de salvación.

Olvidémonos de vez en cuando de nosotros, y hagamos, con fraternal caridad, misión de apostolado.

También hemos dicho que les dijo a sus discípulos: “El espíritu está pronto, pero la carne es flaca”. Con esta frase parece querer explicarnos el misterio de sus sufrimientos; ese antagonismo que parece haber entre la visión beatífica de que gozaba, que es la contemplación de la divinidad, (pues era verdadero Dios) y que produce un gozo inenarrable, y el dolor intensísimo de su agonía.

Los teólogos tratan de explicarnoslo diciendo que hubo por un momento suspensión de la visión divina en sus potencias inferiores, para que llegase a su culminación lo que constituía su vida terrena como hombre verdadero: la abnegación.

Imaginémonos por un momento a Cristo despojado del gozo de la visión divina y en cambio, gravitando sobre su corazón la visión de los terribles tormentos que le esperaban en el pretorio ante Pilato, en el camino del Calvario, y en otro monte, con la crucifixión.

Pero hay algo más, mucho más, la traición de Judas, la ingratitud del pueblo judío, y más que todo eso, que es más que suficiente para hacer sudar sangre, nuestros pecados, nuestra ingratitud.

Aun cuando su espíritu estuviese pronto y dispuesto a socorrernos, a salvarnos, ¿Cómo no iba la carne a ser flaca y derramar sudor de sangre?

“Padre mío: si es posible pase de Mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad, sino la Tuya.”  Fue esta, durante su agonía, su gran petición. Petición que ya nos había enseñado a levantar al Padre cuando nos dio el Padrenuestro. Y...¿qué es el Padrenuestro? La más completa; la más perfecta oración. Es el compendio de todo el Evangelio. En él nos enseñó a decirle al Padre: “hágase tu voluntad”.

Pero hay algo admirable en esta tercera petición. Veamos: La voluntad de Dios, que puede realizarse; bien ejecutando los hombres lo que Dios quiere que se haga, o bien realizando Dios su plan divino en nosotros: ese plan de que nos habla San Pablo, que está como escondido en el misterio, y que no es otra cosa que la realización de las dos peticiones primeras del Padre Nuestro: la santificación de su Nombre y el establecimiento de su Reino. Luego, la tercera petición es un compendio de las dos primeras. “No se haga mi voluntad, sino la Tuya”, suplicó en su agonía, como diciendo al Padre:
me has enviado para salvar y redimir al hombre; para que tu nombre sea santificado, y se establezca en la tierra tu reino de amor y de paz; luego, tu voluntad es la que ha de hacerse; no la mía.

Y... ¿Qué es lo que debemos buscar y desear nosotros, discípulos y seguidores de Cristo? Que el Nombre de Dios sea glorificado y su Reino en la tierra establecido, por lo que con amor filial y aceptación generosa debemos repetir: “hágase Señor tu voluntad”, aun cuando la vida se nos ponga triste, aun cuando el dolor nos taladre; aun cuando estemos viviendo, como Cristo lo vivió por nosotros en una santa noche como esta, otro Getsemaní.

Y ahora, escucha, Jesucristo, Señor nuestro, nuestra plegaria:

Si bien es verdad que el dolor más acerbo te lo causó en Getsemaní la visión de nuestra indiferencia e ingratitud, también es verdad que los que aquí estamos ante tu altar, venimos contritos y humillados a pedirte perdón.  Venimos a velar y a orar contigo. Venimos a repetir, para imitarte, tu oración de Getsemaní: Hágase, Padre, tu voluntad, para que tu nombre sea por todas tus criaturas glorificado, y tu Reino de paz y de amor sea en la tierra un anticipo del que esperamos gozar en el cielo por tu misericordia. Amén.

San Juan de P. Rico, Jueves Santo, 18 de Abril de 1973