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Lib. 5a. Pág. 151  -  Obra No. 451
Ensayo en el que demuestra la humanidad y
divinidad de Cristo y la razón de Su Pasión


Cuarta  Palabra

Leída en la Iglesia de Belén de la Urb.
Summit Hill, San Juan de P.Rico, la
tarde de Viernes Santo 9 de Abril de 1971

¡Dios  mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Hermanos en Cristo: antes de la reflexión o consideración que para gloria de Dios y santificación nuestra debemos hacer sobre esta palabra pronunciada por  Cristo en la Cruz; antes de esa meditación saturada de dolor por sus dolores y que debe resolvernos a seguir el camino de Cristo (que es el de la Cruz) y que muchos de nosotros, por desgracia, nos lo imaginamos áspero y sombrío, sin pensar que esa  Cruz  que hoy venimos a adorar porque en ella hemos sido redimidos; que esa Cruz que ayer, en tiempos del paganismo y de los falsos dioses fue signo de ignominia, hoy, al contacto de Cristo se hizo un signo de gloria; se hizo paz, se hizo luz, y que no habrá fragosidad o aspereza en nuestra senda que esa paz no ilumine, ni sombra alguna, por densa que sea, que no rasgue esa luz...antes de esa consideración o resolución, repito, demos una ojeada con la mente a esas siete palabras que nuestro Redentor pronunció en la Cruz, y veremos que es esta, la cuarta, la única que formuló en pregunta: ¿Por qué me has desamparado? Las seis restantes son afirmaciones. Tengo sed, hoy estarás conmigo en  el paraiso, todo está consumado, etc, etc.

He aquí la dificultad de esta palabra para esclarecerla, para desentrañar su significado: que Jesucristo la formuló en pregunta.

Si Jesús ignoraba o parecía ignorar el por qué de su abandono, ¿cómo es posible que vayamos nosotros a saberlo? Este abandono de Cristo, según muchos teólogos, es uno de los tantos enigmas de nuestra redención.

Por eso yo, nada versado en Teología, y que si estoy ocupando esta santa cátedra es por obediencia, suplico humildemente a los Rdos. P.P. que, si algún error teológico se desliza en este trabajo o ven en él algún concepto con visos de heterodoxia, me manden callar.

¿Cómo es posible, nos dirán los racionalistas, que vuestro Cristo, al que tenéis por Dios, tenga necesidad de preguntar? ¿No lo sabe todo?
Este argumento, hermanos, que parece tener poder suficiente para sacudir y echar abajo el edificio milenario de la Iglesia; este razonamiento desrazonable que parece ser capaz de arrancar de los corazones la fe de Cristo, es sólo un fantasma; una de las muchas sinrazones de los racionalistas.

¡Jesucristo es Dios! Pero, no es sólo decirlo lo que importa; lo que importa, y que podemos también hacerlo, es demostrarlo.

Nos dan la razón en el Antiguo Testamento los Salmos mesiánicos, los libros sapienciales y, además, los proféticos; pero, más que estos, la serie interminable de sus milagros.

Estos no son otra cosa que la confirmación de la veracidad de su doctrina y de su divinidad. Divinidad que no declaraba abiertamente, no sólo porque estaba ante un pueblo que adoraba a un solo Dios y al que no convencería jamás con decírselo, sino para darnos ejemplo de vida oculta y de humildad.

Mas, si no declaraba su divinidad abiertamente; si nunca dijo al pueblo: “Yo soy Dios con sus asombrosos milagros hacía pensar a las multitudes que lo era, y muchas veces, después de realizarlos, lo insinuaba.

Pero, ¿qué mayor y mejor prueba que la voz del Padre, con la que Este, rasgando los cielos en el Jordán y en el Tabor lo declaró Hijo suyo?

Sí; Jesucristo es Dios; pero no es Dios solamente: es Dios y hombre a la vez.  Y si durante su vida de predicación nos demostró con sus milagros y su doctrina su divinidad,
ahora, en el momento de la muerte, nos quiso hacer patente su Humanidad. Por eso; porque es hombre, pudo, como tal, preguntar al Padre: ¿Por qué me has desamparado?

Ese desamparo tuyo, Jesús amado, qué santas y fecundas enseñanzas esparce, a manera de esperanzadoras simientes, sobre el huerto del alma. Suena a crueldad decirte ahora que todo cuanto pasa, bien está que pase; suena a herejía; suena a ensañamiento; pero, cuando el alma vive de fe; cuando esta fe con su luz la ilumina, ve claramente que lo que Dios dispone es lo más conveniente para su gloria y para nosotros. Con aquel beso que te dio Judas, (traición terrible) se nos abrieron las puertas de la vida; empezó nuestra redención. Por haber Adán pecado hoy tenemos la dicha de tenerte con nosotros y...¡más que con nosotros! En nosotros, ya que te has humillado hasta convertite en pan para nutrirnos y anticiparnos el cielo que nos tienes prometido.

Y porque tuvieron los santos esposos que abandonar la paz de Nazaret para trasladarse a Belén, y aquí, tras de negarles albergue, no encontraron otro que una gruta refugio de pastores y de animales...por esa serie de penalidades, por esa interminable cadena de contratiempos, qué ejemplo de resignación para nosotros; qué méritos para tus padres, y en nuestras Navidades, cuánta alegría y poesía vibran en nuestras casas y en nuestros corazones, porque en ellas y en ellos, haciendo el nacimiento, te damos el albergue que en Belén te negaron.

Hermanos: con cuanta razón afirmó San Agustín que el día del juicio final veremos que todo lo que ocurrió en el decurso de la Historia, porque así lo ordenó Dios, bien está que haya ocurrido.

Subamos ahora, hermanos míos, con las alas portentosas de la imaginación, hasta la cumbre del Calvario. Tenemos ante nosotros al divino Crucificado; aún vibra en el aire y en las densas tinieblas de la tarde la trágica pregunta. ¿Por qué me has desamparado? Y cual si otra vez la voz del Padre, como en el Tabor y en el Jordán rasgase los cielos, la oiremos constestarle: “Hijo mío: aunque no amo más al hombre que a Ti, porque sé que ése tu desamparo es transitorio y que con él alcanzarás más gloria, te he desamparado para ampararlo; y puse en tus labios la pregunta para darle una mayor garantía de su salvación. Ya le demostraste durante tu vida tu divinidad; ahora, preguntando, le revelas tu Humanidad; le dices que eres hombre, para que sepa que es él, el hombre, el que está pagando su deuda con la divina justicia.”

Y nosotros, hermanos, de rodillas, besando las divinas plantas del Crucificado, le diremos: gracias, Jesús, no sólo porque nos redimiste, sino porque habiéndote ofendido, lejos de despreciarnos, al igualarte con nosotros haciéndote hombre, nos exaltaste.

S. Juan de P. Rico, 9 de Abril de 1971