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Libreta Segunda.  Págs 1 - Obra No. 83
Ensayo donde demuestra que el mejor pesebre es
el corazón del cristiano, como lo fue el del Serafín de Asís.


Celebremos Cristianamente las Navidades


Si así he titulado este humilde trabajo es por repetir lo que piden esos carteles policromados que en vidrieras, paredes y puertas vemos desparramados por nuestra Habana.  Así lo pide nuestra Madre divina y humana, la Iglesia; y es su voz, en este caso, sin duda alguna, el eco de la voz amorosa y tierna de esa otra Madre nuestra que, en un establo, y en una noche más fría que esta nuestra, trajo a nosotros (hijos de su espíritu) desde el excelso trono del Eterno, el regalo inefable de nuestra Redención, en el Hijo de sus entrañas.

Y porque así lo pide María por boca de la Iglesia, así debemos repetírselo, pedírselo y enseñárselo con nuestro ejemplo, a los que, hermanos nuestros por la nacionalidad, por la convivencia y aún por la misma fe, (doloroso es decirlo) celebran las Navidades con el mismo espíritu con que celebraba el paganismo de Roma y de Grecia sus fiestas tradicionales.

¡Yo soy católico! Oimos a cada instante en cada casa y en cada esquina.  Magnífica oportunidad ésta para echar el sermoncito insinuante, si es que vemos en nuestro interlocutor sus visos de heterodoxia.

Mas, para poder echarlo sabiamente, útilmente, necesario es primero que nosotros, los católicos de veras, sepamos y nos propongamos celebrar cristianamente las Navidades.

¿En qué consiste esta práctica que por boca de la Iglesia nos pide, no ya desde el pesebre de Belén, sino desde otro más caro a su ternura; (el pesebre de nuestras almas) y en el cual quiere que reclinemos a su divino Hijo, nuestra Madre, María?

Bien está el nacimiento en cada casa; práctica externa con que rememoramos tan grato advenimiento; lección la más gráfica y diáfana que sobre ese pasaje de la vida del Redentor podemos ofrecer a la mente y al alma sencillas de los niños; motivo sublime para reunirse en torno de él la familia toda, para escuchar de labios del abuelo, o del que más autoridad posea, la narración siempre conmovedora y siempre nueva de ese pasaje cumbre de la Historia.  De ese pasaje y ese rincón de Palestina que me arrancaron del alma estas estrofas.

¡Belén! ¡Nombre divino!
Majestad y humildad acurrucadas
en el cóncavo nido de una gruta.
Luz de fe, pan de amor; tónico vino
de todo peregrino
que va del cielo por la santa ruta.
Palabra que eres celestial poema
para el cristano corazón; emblema
de redención, como la cruz bendita;
simbolismo de paz, amor y gloria;
perdona que mi labio
tu sacrosanto nombre aquí repita.
No es que pretenda aún más glorificarte,
no, que es pálido el arte
para prestar más luz a tu memoria;
es que al calor de tanta poesía
te contempla la maga fantasía
como el eje divino de la Historia.

¡Sí! que la rueda inquieta de los siglos;
la espiral colosal de los anales,
sólo gravita sobre ti. Los males,
desgracias y derrotas;
las victorias, el triunfo, la ventura;
todo afán de conquista, toda guerra;
cuanto secreto se arrancó a natura
para hermosear el rostro de la tierra;
la fugaz pulsación de cada hora;
todo cuanto en sus pliegues elabora
la sombra misteriosa de la suerte...
para poderlo perpetuar el hombre
sobre el mármol de crónicas y notas,
tendrá contigo que contar y hacerte
cronológico punto de partida;
porque tú eres, Belén, alba de gloria
ante la cual se postrarán, la Historia,
la ciencia, el arte, el corazón, la vida.

Bien está el nacimiento, dije, y bien está, si se quiere, el arbolito; ese pino que, según cuentan crónicas de la Alemania bárbara y pagana de los tiempos remotísimos de San Bonifacio, simboliza a Jesús.

Bien está el pino blanqueado por la artificial escarcha y cuajado de bolas y bombillas policromadas a manera de frutos; símbolo la primera del frío intenso que sufriera en Belén el Niño-Dios; símbolo las segundas de las ofrendas que en su honor y a su gloria tributamos, los que a su sombra bienhechora estamos, como ovejas en torno del pastor.

Bien está la cena de esa noche que es alba salvadora y gloriosa para la humanidad; bien está la cena cuando es frugal, serena y hogareña; porque ella, como el nacimiento, como el arbolito, motivo es también para reunirse la familia toda, y hacer que el fuego del amor, (que debe presidirla y darle vida)  se intensifique aún más; del mismo modo que las ascuas dispersas de una estufa, al agruparse en reducido espacio, nos prestan más calor.

Bien están los villancicos, porque son, sin duda alguna, la nota más lírica, más bella, más alegre de toda la Navidad.  Sí, que el nacimiento es plástica representación; simbolismo tan sólo el arbolito; satisfacción al paladar la cena; en cambio el villancico, es el alma cristiana transformada en cadencia y armonía, al mágico sortilegio del amor a su Dios.

Bien está, pues, que se "forme" el nacimiento; que se levante el árbol; que se celebre la cena; que se entonen villancicos; que se asista a Misa de Gallo; tan bien está; que de estas cinco notas no debe faltar una en todo hogar católico; todo eso está muy bien, como ya he dicho; mas, otra nota falta, y sin la cual no celebraremos cristianamente las Navidades.

Mas, para que podamos comprender mejor la necesidad imprescindible de esta nota que falta, tomaré como símbolo de ella y como ejemplo, uno de los más sublimes pasajes de la vida del Serafín de Asís.

Cuenta la tradición que San Francisco (que es a quien debemos la santa y simpática práctica de los nacimientos) para celebrarlo por vez primera, dio rienda suelta a su fantasía de santo y de poeta; y así, en una gruta de la montaña de Grecio, juntó al convento de su mismo nombre, formó el pesebre; colocó sobre el heno la imágen de Jesús recién nacido; y a un lado y otro de Este, las de José y María.

La mula y el buey, típica nota campesina de tan santa como rústica escena, allí estaban también; y el monte y la campiña toda, iluminados quedaron al resplandor de las antorchas que sembró en ellos y repartió a la devota y alegre concurrencia.

Mas, he aquí el hecho inesperado e insólito: al dar la media noche, contemplaron atónitos los más próximos al pesebre, cómo el divino Niño corrió a reclinarse sobre el pecho de San Francisco, para mitigar su frío al calor de amor con que latía el corazón del Serafín de Asís.

Símbolo es este pasaje, hermanos míos, de esa otra nota; de esa otra pincelada que no puede faltar en nuestras Navidades.  ¡Sí! Jesucristo hoy, más que en otro momento de la Historia, siente un frío glacial, que no es desgraciadamente, de la misma naturaleza del que sufrió en el pesebre, no; es el frío más intenso aún de la ingratitud de los hombres; es el frío de este paganismo que se desborda y que lo inunda y lo arrasa todo; es el frío de esta vida licenciosa que obligó a nuestra Madre María a pedirnos en Fátima, penitencia, oración, sacrificio.

Jesús tiene frío; démosle, pues, a nuestras  Navidades, calor; mas, no sólo calor de luces y colores; no sólo calor de luces y colores; no sólo calor de vino y de alegría cascabelera, sino calor de amor; como aquel que llevaba en su pecho el Serafín humanado de Asís.

Anteriormente dije que no en Belén, sino en el pesebre de nuestras almas es donde María quiere que su Hijo nazca todas las Navidades.  En el pesebre de nuestra almas ¡sí! ahí es donde El desea reclinarse; ahí es donde mejor sonríe; ahí es donde mejor está; pues ya lo dijo El mismo:  "Mi delicia es estar con los hijos de los hombres.

José A. del Valle
20/12/1948