Home > La Prosa > El Padre de Familia
Libreta Segunda Pág. 219 - Obra No. 124
Alocusión en la que de una forma inspirada analiza
desde la fe la grandeza de la paternidad en la familia.

El Padre de Familia


Padre: No hay hombre, por malvado que sea, que ante esta palabra no sienta vibrar en lo profundo del alma esa amalgama de sentimientos al parecer contrapuestos del respeto y del amor.

Si aún tiene la dicha de que el cielo le permita contemplar y palpar y acariciar el dulce rostro del autor de sus días, es para dar gracias a Dios a toda hora por tan grande favor.  Y si el tiempo, que todo lo destruye o lo transforma, lo hizo descender al sepulcro, no sé qué tiene de intangible para el buen hijo tan venerable rostro, que no pueden las décadas cubrirlo con su polvo de olvido, ni el vendaval de los años derribarlo del altar del recuerdo y del amor.

¿Cómo ha de ser posible que así no sea, si su figura venerable es símbolo y representación del Padre de Jesús y Padre nuestro que en los cielos está?  Esta sola consideración es suficiente para que todo hombre, a la voz o al recuerdo de su padre, incline humildemente la cabeza para venerar en éste al Rey y Señor de todo lo creado.

Hermanos:  Nos dice nuestra santa madre la Iglesia, que toda autoridad viene de Dios.  En ningún caso se manifiesta mejor esta verdad que en la misión de todo padre.  En ningún caso es más directa y clara esta delegación de la autoridad y dignidad divinas, ya que en el padre (en sus relaciones con el hijo) concurren los actos de la creación y de la providencia, que son atributos de Dios, y que Este, por amoroso designio, supo ingertarlos en el hombre, para que éste pueda cumplir a cabalidad su sagrada misión.

Por tal motivo, no hay padre alguno sobre la tierra, en el que el hijo no deba ver, no ya un enviado de Dios como guía en su camino, sino lo que es más aún: al mismo Dios hecho símbolo y carnal representación, para que no dude nunca el hombre de la existencia del Padre celestial.

¿No véis hermanos míos, en la paternidad humana; en este ingerto de los atributos de Dios; en este símbolo de Dios que es el padre, no véis, repito, un símbolo también de ese místerio ante el cual viven reverentemente postrados cielos y tierra y que se llama la Encarnación del Verbo?

Sí; Dios se hizo carne, reza el Sagrado Texto: y Dios supo hacerse carne, simbólicamente, en el padre de familia, para que no dude jamás el hombre de su existencia, y pueda decir y repetir confiadamente: Padre nuestro que estás en los cielos...

Esa santa aureola que envuelve a todo padre; ese nimbo sublime que lo adorna; esa gloria de la paternidad, ¡cuánta dulzura encierra!  ¡ Qué gozo no experimenta todo padre al estrechar contra su pecho a su débil retoño! Cuánta alegría inunda su corazón y lo ensancha, al ver jugar y reir y crecer al que ha de ser prolongación y feliz culminación de su existencia.  Pero ¡ah! esa aureola, ese nimbo, esa gloria, tiene su precio: el de muchas angustias y lágrinas.  

Con cuánto acierto dijo Lope de Vega que la vida era armonía de lágrimas y sonrisas.  Si; la gloria de este mundo, es un enorme fardo una pesada carga. La carga o fardo de las responsabilidades ante Dios y ante los hombres que tiene que llevar a cuestas todo padre, y ascender con ellas la montaña fragosa de la vida por el camino estrecho del deber.

Mas, no nos asustemos por ello.  No miremos la cosa con lentes ahumados y llorosos ojos.  No le apliquemos la lente del pesimismo, que con ella no vamos a ver mejor.  Está bien que hagan eso los que viven sin Dios y sin fe; los que sólo saben apoyarse en el báculo quebradizo de la orgullosa suficiencia propia;  los que no saben descansar a la vera del camino, arrodillándose.  Estos, bien está que lo miren así; nosotros no.  Nosotros llevamos la antorcha de la fe para alumbrar el estrecho sendero.  Nosotros nos apoyamos en el báculo pastoral de la Iglesia que en veinte siglos no se quebró jamás.  Nosotros sabemos descansar todos los días con la rodilla en tierra frente al sagrario; unos, para pedirle su Pan; otros, para pedirle protección y fuerza, y todos para suplicarle nos permita llevar a feliz término la difícil y dura ascensión.

Nosotros tenemos, además, algo que nos ha legado Dios por medio de su Iglesia, como faro y como modelo. - La Sagrada Familia - ¡ Sí! es faro que nos señala el puerto de la felicidad conyugal.  Ese puerto en el cual podemos descargar o atenuar el grave embalaje de las responsabilidades. ¡ Sï!  es modelo puesto por nuestra madre la Iglesia a nuestra consideración, para que, aplicando sus enseñanzas a cada instante o a cada caso de nuestras vidas, hagamos de nuestra familia  (dentro del amplio cuerpo de nuestra sociedad) una célula perfecta que sea, además,  modelo a seguir por los que, no viviendo como nosotros de la fe, pudieran observarnos.  

Cuánto mejoraría el cuerpo social si todas las células que lo integran fuesen perfectas.  Cuánto mejoraría la sociedad humana si todas y cada una de las familias que la forman tuviesen a la de Nazaret como modelo; tanto mejoraría, que alcanzaríamos con ello eso que tan encarecidamente suplicamos en el Padre Nuestro cuando decimos:  ¡Venga a nos tu Reino!

Padre que me escuchas; milites o no en el glorioso ejército de la Acción Católica.  No creo deba señalarte aquí la serie de responsabilidades y deberes a que te obliga tu condición de padre.  A más de hacer abrumador este trabajo (abrumador por lo que causan ciertas insinuaciones y advertencias) lo haríamos interminable por el cúmulo inmenso de normas y preceptos a seguir para conseguir eso que debe proponerse todo padre: la perfección cristiana de su familia.  Tales preceptos y normas los hallarás, sin duda, en la montaña inmensa de libros que piadosos autores, celosos de la gloria de Dios, han dado en editar, para orientarnos y dirigirnos en la senda difícil de la paternidad.  Procúrate unos cuantos; estudia, y sobre todo, pon en práctica sus valiosos consejos.

Ahora bien:  uno voy a darte que es, tal vez, norma de todos. No olvides que en la educación de los hijos y en la dirección del hogar, juegan importantes papeles el corazón y la cabeza.

¡ Sí! es necesario un corazón amante; es necesario el fuego del amor. Pero un amor cuyo fuego arda para alumbrar y no para destruir. Un amor dirigido por la razón.  Por algo ha puesto Dios en la parte más cimera de nuestro ser la inteligencia.

Ahora bien:  no des nunca en tan delicada materia preponderancia a la razón.  No caigas en el error terrible de pretender siempre que tus hijos y esposa comprendan, razonando, tus razones; no; que el corazón tiene razones que la razón no conoce, dijo Pascal.  No olvides que si bien es verdad que la inteligencia suele mover los corazones, mejor sabe moverlos el amor.

Ese delicado gobierno de la familia es una balanza en cuyos platillos ha de poner el padre dosis de amor y de razón.  No temas que se incline la balanza del lado del primero; no temas ceder a veces al peso del amor; no temas condescender cuando veas que tu autoridad no va a sufrir quebranto ni tu familia detrimento; no temas: que si bien es verdad que de esa autoridad se te pedirá cuenta tras los umbrales de la muerte, también es verdad, y muy consoladora por cierto, que en el cielo, al decir de Monseñor Freppel, se premiará el corazón; no la cabeza.

Trabajo leído en la Iglesia de Monserrate el 12 de Enero de 1960, con motivo de celebrarse la Semana de la Sagrada Familia.

José A. del Valle