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Ép. y Míst. Pág. 37
Obra No. 7 – Poema Dramático con una crudeza y
realismo impresionante sacado de una leyenda israelita.

El Gólgota de una Madre

Leyenda Israelita

Para el señor José Gasch,
en testimonio de afecto
y gratitud.

¿Qué queréis gabaonitas que os ofrezca
para lavar la vergonzosa mancha
con que Saúl, colérico y soberbio,
lleno de roña y de ponzoña el alma,
quiso borrar el timbre de nobleza
de mi pueblo glorioso y de mi casta?
Así David, el rey mejor honrado
de cuantos pudo honrar la grey humana,
recibió a la caterva gabaonita
que a su palacio espléndido citara.
No el oro vil queremos; contestole
aquel que a los demás representaba.
Ni joyas, ni palacios,
ni tesoros ni nada.
No pretendas, David, borrar con eso
la mancha inmunda que Saúl dejara;
las manchas que con sangre se producen,
sólo con sangre y estertor se lavan.
¿Qué me queréis decir? David repuso.
-Que con dos hijos de Saúl...¡nos basta!
-¿Qué decís? ¡Por Jehova! -Lo que escuchásteis:

Sólo con sangre nuestra sed se sacia;
con sangre de sus hijos; con la misma
que a su implacable corazón dictara
que corriese la sangre gabaonita
en afrentosa y criminal matanza.

-¡No, pedid otra cosa! ¡No es posible
satisfacer vuestra feroz demanda.

-Pues no hay otra, David, que aplacar pueda
la indignación que a Gabaón abrasa,
ni otra has de hallar con que calmar las iras
que descargando está sobre tu raza
nuestro amado Jehová; ese que tanto
colmas de bendiciones y alabanzas
en esos salmos que gozoso entonas
a los acordes célicos del arpa.

Mira tu pueblo perecer hambriento
a pesar de lo mucho que se afana
porque medren los frutos; porque el hambre
no clave en él sus descarnadas garras.

Es de Saúl el crimen que se yergue
convertido del hambre en el fantasma,
el que asolando campos y ciudades,
devastando cosechas y quintanas,
convertirá tu reino venturoso
en el reino funéreo de la Parca,
si no lo ahuyentas con la misma sangre
que el rencor del tirano concitara;
y para que esta corra no es preciso
sacrificar un pueblo en vil matanza;
la justa indignación del gabaonita
sólo dos hijos de Saúl la aplacan.

Quedaron del monarca en los oídos
susurrando tan ásperas palabras;
quedaron aleteando cual si fuesen
oscuros cuervos de funestas alas,
en el silencio y la quietud solemne
en que la estancia señorial quedara.

Cayeron en el alma del rey noble
como un turbión de furias que, escapadas
de la mansión horrible del averno,
pretendiesen tomarla por morada.

Esas son las tormentas con que el cielo
sacude el oquedal de nuestras almas;
tormentas más potentes que esas otras
en que mostrando su poder,
devasta ciudades y castillos
que el orgullo del hombre levantara.

-Tomad los hijos de la bella Rizpah
que hijos son de Saúl; así el monarca
irguiéndose en el trono, aplacar pudo
el turbión infernal que lo acosaba;
calmar del gabaonita
la ardiente sed de sangre y de venganza,
y complacer a su querido pueblo
que estaba allí también porque esperaba
que las iras del Cielo aplacaría
el justo fallo de su fiel monarca.

Este, irguiéndose aún más, así a la plebe
le advirtió con enfáticas palabras:
No sobre mí ni sobre ti, mi pueblo,
ni sobre el vuestro gabaonitas, caiga
la sangre de esos niños inocentes
que váis a derramar; la roja mancha
caerá sobre el cadáver del tirano.
¡Sobre el cadáver del tirano caiga!
Rugió la plebe de entusiasmo loca,
y, abandonando la real estancia
bajó las amplias gradas
cual se despeña rugidora el agua,
para gritar con el aliento inmenso
de sus cien mil gargantas
y repetir, frenética y rugiente
por calles y por plazas:
¡La sangre de esos niños inocentes
sobre el cadáver de su padre caiga!

Se alza de Gabaón en las afueras
una colina, por su historia, trágica.
¡Su historia! Es un pasaje tenebroso
saturado de penas y de lágrimas;
una escena tan tétrica y sombría
que sólo el Dante a describirla alcanza.
En alas de la rauda fantasía
vamos allá lector, a presenciarla.

Ya la apiñada multitud aquella
sin importarle súplicas y lágrimas
de los hijos de Rizpah va subiendo
de la colina las riscosas faldas.
Ya llega a lo más alto; ya detiene
entre risas y escándalo su planta.
Ya a levantar las horcas se dispone
porque cree, fanática, que tarda
en ofrecer a Dios en holocausto
para aplacar sus iras sacrosantas,
a esos dos inocentes que, gimiendo
no pueden de ella conmover el alma,
y hace, no obstante, estremecer las rocas
de la inerte montaña.

Escuchad, escuchad, son del martillo
los duros golpes en las toscas tablas,
los que repiten lastimero el eco;
los que llevados de la brisa en alas
van a anunciar a las demás ciudades,
cual fúnebres y tristes campanadas,
el crimen con que a Dios honrar pretende
aquella torpe multitud fanática.

Ya todo está dispuesto; hasta las cuerdas
penden de los maderos; ya...¡No, basta!
¡Tendamos, por favor, lector, un velo
sobre esta escena fúnebre y macabra!
Tendámoslo por Dios, y ven conmigo
de Gabaón a la ciudad, que, plácida,
camina por sus calles tortuosas,
envuelta en tosca y renegrida manta
y de la luna a los dormidos rayos,
una mujer; una mujer extraña.

Va cabizbaja, triste, sollozando
y suspirando va. ¡Su pena es tanta!
Más que débil mujer es una sombra
que la inquietud del aquilón arrastra.
Detrás dejando los ciclópeos muros
que la ciudad circundan, marcha, marcha...

No es posible que hieran del camino
sus pies alados las punzantes zarzas,
porque aquella mujer en él no pone
la blanca tez de sus menudas plantas.

Va alucinada, delirante, ilusa,
como buscando lo que a ver no alcanza.
Y, ¿qué busca? Parece que interroga
a la luna, a la sombra, a las montañas;
y, ¡qué pregunta tan terrible encierra
la tristeza que empaña su mirada!
Va rumbo a la colina; a la colina
en que la torpe multitud fanática
dejó, como jirones de su crimen,
balanceándose fúnebres y trágicas,
las siluetas de aquellos inocentes
que en holocausto a Dios sacrificara.
Al pisar de la cumbre el sitio infausto
do alzan las horcas sus funéreas galas,
y besar, con amor de Dolorosa
de aquellas sombras las heladas plantas,
al peso de la pena y del martirio,
cual si un puñal rasgase sus entrañas,
mustia, flácida, pálida, tremante...
¡al pie cayó de las fatales máquinas!

Su dolor era un mundo imponderable
que en su pecho de madre gravitaba.
Pero, cuando los buhos agoreros
acercándose a aquella escena trágica
rasgaron del silencio el manto triste
con el zumbar de sus funestas alas...
y posarse después, contemplativos
sobre aquellas dos horcas funerarias
para lanzar sus gritos imponentes
como expresión explícita y palmaria
del estupor terrible en que sumiolos
la insensatez y la estulticia humana...
Cuando tras triste y prolongada noche
el sol dorado reencendió sus ascuas
y llegaron los buitres carniceros
en fúnebres bandadas
a desgarrar con sus inmundos picos
de los gélidos cuerpos las entrañas,
aquella madre a quien también los buitres
del dolor y la pena torturaban,
erguida ante las horcas
en actitud heroica y legendaria
agitó por tres días eternales
para espantar las fúnebres bandadas
que giraban en torno a los despojos,
el negro espectro de su tosca manta.

Hasta que al fin, en la postrera noche,
cuando la luna en el cenit brillaba
como una diosa que en la comba esfera
derramase sus lágrimas de plata
para hacer compañía a aquella madre
en el Gólgota cruel de su desgracia,
esta, mústia y rendida de cansancio;
del dolor por la daga traspasada
y lanzando un quejido lastimero
que estremeció la funeral montaña,
lívida, débil, sudorosa, ¡muerta!...
¡Se desplomó sobre su tosca manta.

14 de Dic. De 1934