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Ép. y Míst. Pág. 114 - Obra No. 47
Poesía de Terror Gótico

La Visita Macabra

Una noche de invierno tenebrosa;
de esas noches calladas
en que todo reposa
y todo a paz y soledad convida,
en que la eterna muerte
muestra las galas de su pompa inerte
y duerme el sueño sepulcral la vida...
empeñado en llevar un hondo arcano
a la pálida luz de mi conciencia
me hallaba yo sentado en mi aposento,
con un libro de “Ciencias” en la mano
y en la mente un osado pensamiento,
cuando doce sonoras campanadas
en el reloj de mi recinto dieron,
y otras doce estridentes carcajadas
por una boca gélida lanzadas
mi débil corazón estremecieron.

Lívido, tembloroso,
presa de espanto y de terror y frío,
el libro abandoné por un momento;
hundí en la nada el alto pensamiento...
y miré en torno mío
 miré...para no ver; la luz escasa
que de mi humilde lámpara fluía
vencer no pudo la funérea sombra
que ingrávida y silente me envolvía;
y más mi cuerpo de terror temblaba
cuanto más la mirada derramaba
por los confines de la estancia mía.

Hora de execración; hora maldita
lanzada por Satán desde el Averno,
que cayendo en mi cuarto de estudiante
prestole en un instante
las sombras todas del Cocito eterno.

Después de lucha dura y tormentosa
levantarme logré, y en voz medrosa
pregunté estremecido:
¿Quién eres? dí. ¿Quien eres que aterrarme
con tu risa macabra has conseguido?
¿De qué ignota región a visitarme
y a asustarme has venido?
¿Eres acaso un réprobo doliente
que mitigar pretende sus dolores
con su risa estridente?
¿Vienes de la región impenetrable,
insondable y oscura de la nada
mi reposo a turbar por envidiable,
o eres acaso un monstruo despreciable
sin más don que tu negra carcajada?

Nadie me respondió; quedó mi estancia
en tal silencio y soledad sumida,
que la creí lanzada a gran distancia
de la enorme corriente de la vida.

A poco, entre los pliegues misteriosos
de la sombra enlutada
que de mi luz los rayos perezosos
trataban de vencer inútilmente,
vi surgir lentamente
un resplandor fosforescente, inquieto,
que a mi cuerpo, tremante de pavura,
prestó la lividez de un esqueleto
y el frío de una helada sepultura.

Así como la aurora,
(celeste virgen de dorada frente
que en rápida carrera voladora
avanza eternamente y eternamente llora
con lágrimas de luz, porque no alcanza
a disipar su anhelo y su esperanza
de vencer para siempre al Occidente
rasga con leve y luminosa mano
el velo nocturnal,
aquel fulgor inquieto y macilento,
la sombra disipó que a mi aposento
y a mí nos envolvía;
y entonces, ¡oh terror! con mudo espanto
vi que envuelta en macabro y albo manto
¡la Pálida reía!

Pero...¿eres tú? Grité. ¿Tú la que vienes
a descifrarme este misterio fuerte
en que mi mente juvenil se abisma?
¿La muerte? ¿Tú? ¿La muerte?
-¡La muerte, sí, la misma!

Tal su respuesta fue; y en voz tan fría
que a su recuerdo mi razón se empaña;
se estremece de miedo el alma mía
y herida late mi más noble entraña.

Acercándose a mí con paso lento,
me dijo así, con funeral acento
que aún resuena en el éter de mi estancia:
-¡Oye mortal! ¡Mortal, sí, que eres mío!
locura es tu arrogancia;
tu altiva presunción es desvarío.
Los arcanos obscuros de mi imperio
no así penetrarás;
podrá la vida su mayor misterio
revelarte quizás;
contemplar de la tierra un hemisferio,
por conquistar vertiginosa altura,
si te place, podrás;
pero invadir mi incognito profundo,
sólo escuchando al Redentor del mundo;
si no es así, ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!

Con una estrepitosa carcajada
la Reina misteriosa de la Nada
su réplica severa concluyó:
me miró largo rato fijamente;
deslizó sus falanges por mi frente...
¡y desapareció!

José A. del Valle