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MIS RECUERDOS DE JOSÉ ANDRÉS DEL VALLE

Por el Padre Arnaldo Bazán


En mi último paso por Miami me llevé una muy grata sorpresa. Mi hermano en el sacerdocio, el Padre, hoy Monseñor, Pedro Luis Pérez, me hizo llegar un sobre conteniendo un libro voluminoso que encerraba parte de la producción literaria de un poeta cubano.

Más grata sorpresa resultó cuando me fijé en el autor de la obra y encontré, dentro del libro, un papel en el que aparecía el nombre de uno de sus hijos, José del Valle, con su número de teléfono.
De inmediato lo llamé y hablé con él, después de un sinnúmero de años en que no habíamos sabido nada el uno del otro.

Fue, realmente, un encuentro telefónico muy sabroso, que por causas diversas no pudimos materializar en un encuentro personal. Otra vez será.

Tengo que retroceder muchos años, hasta el 1947, en que fui enviado, después de pasar mi primer año en el Seminario “San Basilio el Magno” de El Cobre, Oriente, al Seminario “El Buen Pastor”, situado en Arroyo Arenas, provincia de La Habana.

Tenía yo a la sazón trece años, es decir, que era todavía un chiquillo con ganas de ser sacerdote, aunque aún sin comprender totalmente lo que esto significaba.

Todo era nuevo para mí, pues había dejado atrás a los compañeros con los que había comenzado mis estudios. Sólo mi hermano mayor, que no pasaría del segundo año de Seminario, fue quien me acompañó en el traslado. Luego otros dos de los que habían comenzado en El Cobre se incorporarían al grupo habanero.

Y allí, entre los que habían comenzado el primer año en “El Buen Pastor”, se encontraba José del Valle, hijo de José Andrés del Valle y de su esposa Felita.

Como él era un poco mayor que yo, y en el Seminario los estudiantes de los cuatro primeros años, lo que se llamaba “Latín y Humanidades”, estábamos divididos en tres secciones, los pequeños, los medianos y los mayores, pues no coincidimos en la misma comunidad, aunque sí en las clases. Pero aunque compartíamos algunos momentos, aquella situación no resultó propicia para que desarrollara una verdadera amistad entre nosotros.

Ya cuando pasamos al Seminario Mayor, para estudiar Filosofía, es que pudimos tener un acercamiento mayor y llegar a ser verdaderos amigos.

Por entonces ya todos en el Seminario conocíamos de la vena poética de su padre, pues él, orgulloso de su progenitor, nos hacía conocer algunos de sus poemas.

Llegó el día en que José tomó una decisión, convencido de que el sacerdocio no era su vocación. Pero el contacto de él con sus compañeros no se perdió del todo.

Recuerdo que en una ocasión, preparándose uno de los seminaristas del último curso para su ordenación, cuatro de los del nuestro nos pusimos a planear estar presentes, al menos, en su Primera Misa, que sería celebrada en Cumanayagua, su lugar natal, cerca de Cienfuegos.

Pero, ¿cómo hacer el viaje? Pues no resultaba práctico para nosotros hacerlo en guagua (omnibus), pese al excelente servicio de transporte público del que Cuba entonces disfrutaba.

Alguno sugirió que José tenía una máquina, (automóvil) y que quizás podríamos convencerlo de  que se sumara a nuestra excursión, aportando él el vehiculo y nosotros la gasolina. Como ninguno de nosotros, por entonces, sabía manejar, él nos puso como condición llevar a un amigo, miembro de la Acción Católica, para que lo ayudara en ese desempeño.

Por supuesto que aceptamos gustosos y preparamos todo para el día previsto a emprender el viaje.
Quisiera compartir con Uds. una anécdota de algo que nos ocurrió nada más salir, a pocos kilómetros del Seminario. Los dos choferes decidieron tomar una carretera auxiliar para por ella llegar hasta la Central. Iba manejando el amigo de José, y éste se encontraba a su lado, mientras que yo ocupaba el de la ventanilla. Los otros tres compañeros viajaban en la parte trasera.

En una curva bastante cerrada, y siendo además una carretera estrecha, nos cruzamos con un vehículo aparentemente normal. Las gomas del nuestro “chirriaron”, quizás por la velocidad y el peso de los seis que lo ocupábamos, aparte de nuestro equipaje.

Lo cierto es que el chofer del momento creyó ver dentro del otro vehículo nada menos que al general Martín Pérez, a la sazón jefe de la Policía Nacional que, por otro lado, no tenía que digamos muy buena fama. Hay que recordar que nos encontrábamos en el régimen dictatorial de Fulgencio Batista, y la situación en Cuba era realmente tensa.

Allí comenzó una persecución, pues el vehículo en que viajaba el general, aunque no tenía ninguna marca especial, sí tenía sirena, e iba lleno de policías. Al ver que se trataba de seis jóvenes, y quizás alertados por el “chirrido” de las gomas, decidieron “caernos atrás”.

Creo recordar que estábamos ya cerca del pueblo de “El Cano”, y el que manejaba pensó que allí podríamos despistar a la policía, pero no había manera. Nos pusieron la sirena y tuvimos que detenernos.

El general en persona se acercó a nosotros seguido de los policías que lo acompañaban y nos invitaron a bajarnos del vehículo. Yo, como iba delante, fui el primero en estar frente al general, y le expliqué que éramos seminaristas que íbamos a la Primera Misa de un recién ordenado.

Mientras yo hablaba, los policías “cacheaban” e interrogaban a los que venían detrás.
El general, al oír que éramos seminaristas, dijo: - ¿Es que los curas corren tanto? Le quisimos explicar que no íbamos a tanta velocidad, pero él replicó diciendo que si no hubiera sido por la pericia de su chofer hubiéramos chocado. Pero, en fin, les dijo a los policías que nos dejaran tranquilos y que podíamos seguir nuestro viaje. Al retirarse a su vehículo, y mientras se montaba, el general, con una carcajada, nos gritó: - Si siguen corriendo así no van a llegar a curas.

Esta anécdota, por supuesto, no va a pasar a la Historia de Cuba, pero fue una experiencia que nunca se nos ha podido olvidar. Hasta los policías quedaron estupefactos cuando el famoso general nos dejó ir sin más averiguaciones.

Bien, se supone que yo iba a hablar del poeta José Andrés del Valle, y no de su hijo, pero es que fue por éste que pude conocerlo.

Tengo que confesar que, después de tantos años pasados, ha resultado para mí una enorme sorpresa conocer la ingente obra poética de José Andrés. En 1956 fui enviado a España a terminar mis estudios y luego de mi ordenación en 1958, a los pocos meses, comenzó este largo calvario por el que ha tenido que pasar el pueblo cubano, con la consecuente separación de familiares y amigos, de modo que no había vuelto a tener contacto con ninguno de la familia del Valle.

Es curioso que por un espacio de tiempo José Andrés y yo estuvimos viviendo en el mismo país, la República Dominicana, sin saber el uno del otro. Yo también viví la experiencia de la llamada “revolución de Abril” de 1965, en la que muchos cubanos que aquí residían, convencidos de que el comunismo se adueñaría del país, decidieron marcharse.

Años después, siendo yo párroco de Nuestra Señora del Rosario, en la ciudad de Moca, conocí a una familia que vivía casi frente a la iglesia, que resultó ser de parientes de los Del Valle. Un día me avisaron que José Andrés vendría a visitarlos, y pude disfrutar por unos días de su presencia.

Pero como él era un hombre humilde y modesto, nunca me habló de su producción literaria y yo me quedé sin saber que aquella vocación poética que mostraba cuando yo era compañero de su hijo, había crecido en él todo el tiempo, mientras se dedicaba, tanto en Cuba como aquí, en la República Dominicana, y luego en Puerto Rico, al negocio de las telas.

De modo que ha sido para mí una revelación el encontrarme en este libro que me obsequiaron, con tantas bellas poesías, con las que quiso, en primer lugar, honrar a Dios, a su Divino Hijo, a la Santísima Virgen y, en fin, a los valores de la religión.

Su talento demuestra que fue capaz de tocar, poéticamente, temas tan diversos como lo humano y lo divino. Su inspiración abarca lo patriótico, lo familiar, su amor por esa maravillosa esposa que fue Felita, por sus hijos, por su Iglesia y por su Patria.

Destila gracia en sus chascarrillos, y también veneno en su denuncia de los atropellos que el gobierno comunista ha infligido al pueblo cubano.

Se eleva hasta el cielo sin olvidar la tierra.

Realmente es un deleite leer sus poemas, pues su inspiración incontenible sabe hablar de todo con belleza y propiedad.

Doy gracias a Dios por haber podido conocer la obra de un hombre que admiré por su hombría de bien y su fe sin quebrantamientos. Y aliento a todos a que no se quede en el olvido este legado que él nos ha dejado a todos.

Felicito a sus hijos por el empeño que han puesto en dar a conocer la maravillosa poesía de su padre. Y estoy seguro de que han usado un magnífico medio, pues hoy el Internet es un instrumento estupendo de comunicación, aparte de la publicación que ya han hecho de parte de la obra poética de José Andrés.

Que Dios los bendiga.

                        P. Arnaldo Bazán