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Ép. y Míst. Pág. 122
Obra No. 52 – Silva con la que narra una catástrofe natural histórica de un ras de mar en Santa Cruz del Sur, Prov. de Camagüey, Cuba.

La Tragedia de Santa Cruz del Sur


Ven, Dante, ven, acércate un momento
a contemplar la escena
más digna de tus lóbregos colores;
ven, florentino de renombre eterno,
y dime si en los antros del Infierno
se padecen tan crueles estertores.

Pero, acércate más; mira ese anciano
que con cansada y temblorosa mano
trata de arrebatar a la corriente
del anchuroso mar embravecido
a un párvulo inocente;
míralo debatirse entre la espuma,
cual gladiador cansado y no vencido,
que esquivando los golpes del contrario
con arrojo valiente y temerario
pelea enfurecido.

Mira caer sobre sus viejos hombros
la montaña de escombros
que el mar lanzóle con furor salvaje;
míralo zambullirse bajo el peso
y resurgir en medio al oleaje
como diciendo al mar: ¡te desafío!
presa será de tu ambición artera
la población entera...
¡pero este niño no, porque éste es mío!

Inútil todo fue. ¡Todo fue en vano!
Que, cuando el noble y valeroso anciano
pudo en sus manos contemplar la joya
que arrebatara al mar, cuando animoso,
con paternal amor se disponía
a resguardar del férvido oceano
aquel niño infeliz que, temeroso,
con temblorosas manos se aferraba
a su cuello robusto de coloso;
cuando altivo, sereno,
dando la espalda al mar, lo desdeñaba,
éste de rabia y de coraje lleno,
en un arranque de soberbia loca,
con un embate los lanzó a una roca,
con otro embate los sorbió en su seno.

Mira esa madre que abrazada al hijo
maltrata el mar con despiadado encono;
mírala, cual serpiente
que arrastra la corriente,
agitarse y bullir despavorida;
mírala alzar en vilo
para prestarle así mejor asilo,
al hijo de su amor y de su vida.
Mírala asirse a salvador madero
y reanimar con sus ardientes besos
el cuerpo de su hijo,
igual que un pecador desesperado
que muere arrepentido y abrazado
a la enseña de amor de un crucifijo.

¡Qué escenas! ¡Cuánto horror! Cuánta agonía
sembró la mar bravía
a impulsos de la horrísona tormenta;
del huracán feroz y despiadado
que al contemplar el daño que ha causado
su ira redobla y su furor aumenta.

Confusión por doquier; dolor, angustia,
lamentos y suspiros;
Aquí una abuela de mirada mustia,
al nieto, mozo ya, socorro implora
con ronca voz y doloroso acento.
Aquí un mastín de mano nadadora
osado y valeroso desafía
del mar las iras y el furor del viento,
por rescatar el cuerpo inanimado
del dueño idolatrado
que diole albergue y le brindó sustento.
Aquí una madre a quien del mar un golpe
arrebatole al hijo que abrazaba
con ardoroso afán, de espanto presa
tras él se precipita;
y cuando ya lo alcanza y ya lo besa...
¡una “plancha de zinc” la decapita!...

¡Oh, Santa Cruz llorosa!
¡Rivereña infeliz! Con mustia frente
lloras sobre tus ruinas lo que fuiste,
como una sombra pálida y doliente
de lento paso y de semblante triste.
Lloras también la ausencia de los tuyos;
de esos hijos felices que abrigabas
y que buena y solícita mimabas
del mar a los arrullos.
Lloras la vida plácida y risueña
de alegre ribereña
que sin rencores ni ambición vivías;
pero más que tu vida y que tus hijos,
más que la dulce historia de tus días
lloras con tristes desgarrados ojos,
la traición de ese mar envilecido
que hoy besa, arrepentido, tus despojos.